Abrir el tupper y encontrarme en
el Mundial ´86. Pues, tengo la honestidad de recordarlo, toda la vida y el
deber de la memoria. A Maradona, le debo lo dos goles a Inglaterra y jamás lo
voy a juzgar con lo que hace con su vida pero si le voy a agradecer lo que hizo
con la mía…
“Antes de tocar por última vez el
balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta segundos
del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado atrás a Peter
Shilton; ve que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter
Raid, Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry
Butcher que se arroja a sus pies con los botines de punta; ve a Jorge
Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía
clavado en la mitad del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su
entrenador que salta del banquillo como expulsado por un resorte y al otro
entrenador, el rival, que baja la mirada para no ver el final del avance; ve a
un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera bandeja de las gradas;
ve la línea de cal de la portería contraria y recuerda el rostro del empleado
que, durante el entretiempo, la repasó con un rodillo; ve nítidamente a su
hermano el Turco que, con siete años, le echa en cara un error que cometió en
Wembley en un jugada parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su
hermano cuando dice:
“La próxima vez no le pegues
cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha»”.
Ve el rostro de su hermano con la
luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que lo miraba; ve,
detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo;
ve las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y ve
a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una niña; ve una pelota desinflada y
se ve a él mismo, con nueve años, que intenta dominarla; ve a su madre y a su
padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de kerosén por una calle de
tierra en la que ha llovido; ve una taquilla, en un vestuario de La Paternal,
que lleva su nombre y su apellido en letras flamantes, ve su orgullo
adolescente al leer por primera vez su nombre y su apellido en la taquilla; ve
un estadio, sus tablones de madera, y ve también que un día el estadio entero,
y no solo la taquilla, llevará su nombre.
El jugador argentino ha controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar todo el aire de un soplido.
El jugador argentino ha controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar todo el aire de un soplido.

Ve, antes de tiempo, que Shilton
se arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus
espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos,
visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce
sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón en los pies y
una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una rave en Londres donde
dos chicos de quince años escapan de una multitud que se burla; ve un
departamento en penumbras donde solo hay una mesa, dos amigos y un espejo sobre
la mesa; ve a una muchacha en una playa del trópico que se deja besar por un
chico que lleva puesta una camiseta argentina; ve un enjambre de periodistas y
fotógrafos a la salida de todos los aeropuertos, de todas las terminales, de
todos los estadios y de todos los centros comerciales del mundo; ve a un niño
embobado con un videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano
vigila por la ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre
viejo que ha muerto en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que
también ha visto todas las cosas del mundo en un único instante.
Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.
Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.
Ve el estadio de Boca a reventar
y él está en el medio del campo pero no lleva un balón en los pies, sino un
micrófono en la mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que espera a
su hijo en el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo; ve un
tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y sonriente;
ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve todos los goles que ha
gritado y los que gritará en su vida entera; se ve, con cincuenta y tres años,
mirando desde el palco la final del mundo en el estadio Maracaná; ve el día que
verá a su madre por última vez; ve la noche en que verá por última vez a su
padre; ve crecer a todos los hijos de sus hijos; ve los dolores de parto de una
mujer que está a punto de parir un niño zurdo en Rosario, un año y dos días más
tarde de ese mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el poste
derecho y el botín de Terry Butcher.
Cierra los ojos. Se deja caer
hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.
El jugador sabe que ha dado
cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada
durará diez segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de
explicarle a todos quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de
los tiempos.”
* Por Hernán Casciari
* Relato publicado en la revista
Orsai.
* Este post, explica porque en cada viaje llevo la casaca 10 del “Pelusa”.
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