Viajar por
América Latina es sumergirse en un mapa que respira, que canta, que resiste.
Es descubrir que las fronteras no dividen, sino que susurran historias comunes
de lucha y esperanza.
Es caminar por calles empedradas donde aún resuenan los pasos de nuestros
abuelos,
y cruzarse con miradas que, sin hablar, reconocen un destino compartido.
Es desayunar
arepas en Bogotá, almorzar ceviche en Lima y cenar empanadas en Buenos Aires,
sintiendo que el corazón late al ritmo de cada pueblo.
Es bailar cumbia, tango, samba y huayno,
y entender que la música es un idioma sin pasaporte.
Viajar por América
Latina es abrazar las contradicciones:
la riqueza de la Pachamama junto a la miseria impuesta,
la ternura del pueblo frente a la violencia de los poderosos.
Es ver las cicatrices del colonialismo y sentir el fuego de la rebeldía que aún
arde.
Es compartir
una cerveza con un desconocido que se convierte en compañero,
es perderse en un mercado y encontrarse en una conversación sincera.
Es subirse a una combi que no parece llegar nunca y bajarse con una anécdota
inolvidable.
Es encontrarse
con la selva, el altiplano, el Caribe, los Andes, el desierto,
y saber que todos habitan en un mismo pecho: el nuestro.
Es reencontrarse con la madre tierra en cada paso descalzo,
y pedirle permiso para seguir caminando.
Viajar por
América Latina es sentir que el Sur no es el fondo,
sino la raíz.
Que el futuro no está en el norte,
sino en los abrazos que tejemos aquí, entre nosotros.
Es entender que
la historia no se lee solo en libros,
sino en los muros, los cantos, las heridas y las manos curtidas de los pueblos.
Es reconocer que cada paso es también una elección:
de qué lado de la historia queremos estar.
Viajar por
América Latina es, en el fondo, volver a casa.
Aunque nunca hayas estado ahí antes.
Porque hay algo en la tierra, en la lengua, en la lucha,
que te dice: “Sos parte”.
Y entonces sabés que este viaje no termina,
porque vos también sos América Latina.