miércoles, 6 de agosto de 2025

Microrrelato viajero: Viajar por América Latina...


Viajar por América Latina es sumergirse en un mapa que respira, que canta, que resiste.
Es descubrir que las fronteras no dividen, sino que susurran historias comunes de lucha y esperanza.
Es caminar por calles empedradas donde aún resuenan los pasos de nuestros abuelos,
y cruzarse con miradas que, sin hablar, reconocen un destino compartido.

Es desayunar arepas en Bogotá, almorzar ceviche en Lima y cenar empanadas en Buenos Aires,
sintiendo que el corazón late al ritmo de cada pueblo.
Es bailar cumbia, tango, samba y huayno,
y entender que la música es un idioma sin pasaporte.

Viajar por América Latina es abrazar las contradicciones:
la riqueza de la Pachamama junto a la miseria impuesta,
la ternura del pueblo frente a la violencia de los poderosos.
Es ver las cicatrices del colonialismo y sentir el fuego de la rebeldía que aún arde.

Es compartir una cerveza con un desconocido que se convierte en compañero,
es perderse en un mercado y encontrarse en una conversación sincera.
Es subirse a una combi que no parece llegar nunca y bajarse con una anécdota inolvidable.

Es encontrarse con la selva, el altiplano, el Caribe, los Andes, el desierto,
y saber que todos habitan en un mismo pecho: el nuestro.
Es reencontrarse con la madre tierra en cada paso descalzo,
y pedirle permiso para seguir caminando.

Viajar por América Latina es sentir que el Sur no es el fondo,
sino la raíz.
Que el futuro no está en el norte,
sino en los abrazos que tejemos aquí, entre nosotros.

Es entender que la historia no se lee solo en libros,
sino en los muros, los cantos, las heridas y las manos curtidas de los pueblos.
Es reconocer que cada paso es también una elección:
de qué lado de la historia queremos estar.

Viajar por América Latina es, en el fondo, volver a casa.
Aunque nunca hayas estado ahí antes.
Porque hay algo en la tierra, en la lengua, en la lucha,
que te dice: “Sos parte”.
Y entonces sabés que este viaje no termina,
porque vos también sos América Latina.

martes, 5 de agosto de 2025

Microrrelatos viajeros: Viajar en Colombia es caminar sobre un libro abierto, donde cada página huele a café recién tostado y a tierra mojada.


La Candelaria, en el corazón de Bogotá,
te recibe como un viejo cuento que aún vibra en los muros.
Yo estoy ahí, en la plaza del Chorro de Quevedo,
con la cámara invisible de la memoria encuadrando la escena.
Las casas coloniales, de techos rojos y colores que gritan,
parecen actores esperando su turno para hablar.
Y hablan.
Hablan de revoluciones, de poetas, de pueblos,
de historias que no entran en los manuales.
En esa esquina, un hombre pinta con palabras,
en la otra, una mujer danza con la brisa.
El teatro: la vida.
Los protagonistas: nosotros.
Turistas, locales, vendedores, mochilas llenas de dudas,
y sonrisas que se cruzan sin pedir traducción.
Bogotá es altura que corta el aliento,
pero también es abrazo.
En cada empedrado, una canción no cantada;
en cada grafiti, una verdad no dicha por televisión.
Tomamos una cerveza artesanal,
brindamos con desconocidos que ya son compañeros.
Alguien recita a García Márquez,
otro grita un rap sobre justicia y despojo.
Las palabras cuelgan en el aire como banderas sin patria.
Viajar en Colombia es entender que la historia sigue latiendo,
que la memoria tiene olor a arepa,
que no hay frontera más fuerte que la del prejuicio
y que cruzarla es abrirse a la belleza.
Los cerros miran desde arriba,
como guardianes antiguos del caos y la ternura.
Y uno se siente pequeño,
pero también parte de algo más grande.
Hay algo sagrado en caminar estas calles,
como si cada paso sellara un pacto con el presente.
Una promesa de volver, o al menos de no olvidar.
Viajar en Colombia no es escapar,
es llegar.
Llegar a uno mismo en el reflejo de los otros.
A veces la historia es dolorosa,
otras, es pura cumbia y carcajada.
En La Candelaria, el arte no es un lujo,
es una necesidad.
Que la poesía vive en la calle,
y la política también.
Que la vida se defiende con alegría,
y que resistir también puede ser bailar.
Allí, donde todo se mezcla,
sentí que estaba en escena.
La ciudad era el telón,
el instante era el guion.
Y yo, sin decir nada, actuaba.
Porque en Colombia no se viaja,
se habita.
Se sueña, se pregunta,
se escribe con los pies lo que el alma quiere decir.
Y en cada paso,
uno se convierte —sin saberlo—
en parte del relato.