lunes, 26 de mayo de 2014

Estacion Cumaná

Llegamos a la ciudad alrededor de las cuatro de la tarde. Compramos una tarjeta de colectivo y nos subimos a un bus del estado. Hermoso microbús equipado con aire acondicionado, asientos especiales, cámaras de seguridad, muy limpio y cuidado. 
Consultamos con el chofer que nos dejó en una parada donde podríamos tomar otro bondi con destino a una playa llamada San Luis. Nada de parecido tenía este colectivo “de línea” con aquel que tomamos  a la salida del ferri. En Venezuela, como en la mayoría de los países de Sudamérica exceptuando a la Argentina, los colectivos funcionan dentro de un caos sumamente ordenado. Autobuses rústicos, asientos duros, música al palo, paradas constantes. El copiloto se para en la puerta del móvil y, a gritos pelados, recorre las calles de la ciudad anunciando su destino.
Los pasajeros se suben y al bajar abonan el pasaje que difícilmente supere los cinco bolos ($0.80). Todo es caótico pero en ese caos la gente se entiende. La característica principal de los pasajeros que suben a estas líneas son obreros, estudiantes, gente laburante. Sumamente perezosos, con tal de no caminar ni media cuadra, anuncian parada a cada rato.
Otra característica de estos buses es que no existen paradas estipuladas, ni timbres de descenso. El timbre resuena a la voz de: -“Parada chofer”-. Y entonces el bus para; detiene su marcha en cualquier lugar, ya sea sobre la banquina o en mitad de la calle. Además nadie corre el colectivo sino que el bus los espera previo anuncio de bocina.
La bocina se utiliza para todos los casos. Es el primer recurso que utilizan los transportes venezolanos para indicar cualquier acción: cruce, piropo, pasada ligera. No se respetan los semáforos: da lo mismo si indica rojo, amarillo o verde. No existen las señales de tránsito, ni el respeto por el peatón, ni el traspaso por la izquierda, ni ninguna otra norma de tránsito conocida por nosotros.
Las motos son un caso a parte cuyas maniobras son imposibles de describir. En una palabra: hacen lo que quieren.
Bajamos en playa San Luis. Una autopista camino a Santa fe la bordea, del otro lado el mar caribeño. Nada había allí, exceptuando hoteles caros que costaban alrededor de 2500 bolos por noche ($250).
Partimos de ahí desesperados pero la bienaventuranza nunca nos abandonó y la virgencita de la isla amparó nuestro camino con un hombre proveniente de Cumanacoa (pueblito de donde era oriunda Araceli). Antonio nos acompañó en un taxi al que indicó, nos deje en el centro de la ciudad. Nos regaló el viaje y se despidió de nosotros con una enorme sonrisa.
El taxista nos dejó en medio de un puente, en una de las calles principales de Cumaná. Rodeada de motos taxi y puestos de comidas, de estudiantes y gentes que iban y venían. Cargamos las mochilas y caminamos tres cuadras hacia la calle principal.
Una callecita tranquila, rodeada de casitas de colores, una comisaría y varios hoteles constituía el caso histórico del barrio Santa Inés. Todos los edificios allí datan de la época colonial.
Paramos en el hotel Italia, nos atendieron muy mal pero la pagamos 1280 bolos ($200) por las cuatro noches que nos quedamos en la ciudad. Denominamos la habitación “la cámara frigorífica” porque estaba revestida de azulejos blancos en su totalidad y no daba la luz del sol pero teníamos tele y aire acondicionado.
En Cumana a las siete de la tarde la ciudad muere. No andan buses y cierran la mayoría de los negocios. Almorzábamos por Bs. 44 los dos ($7 argentinos). La ciudad despierta muy temprano, a las seis de la mañana el movimiento pareciera el de las dos de la tarde en cualquier otra ciudad. El calor es insoportable desde muy temprano, unos 30 grados a esa hora del día y baja a mediados de las cuatro de la tarde.
Conocimos las playas de San Luis que en nada se parecieron a las bellas playas de la isla. No constaban de la inmensidad de Playa el Agua o Caribe, más bien eran estrechas y estaban muy sucias.
Los lugareños pescan allí: usan de plomada botellas de plástico con arena que luego tiran en el mar así como también bolsas de residuos, neumáticos de autos, etc.
Cientos de carteles anunciando el cuidado de las playas decoran el paisaje pero la gente no los lee, o si lo hacen, no comprenden el mensaje.
Nos bañamos en el mar, sobre la orilla las algas viven y duermen y adornan el océano. No hay olas en este mar, una pileta natural imposible de creer nos abrazaba.
Otra playa que bordea la ciudad es el Pe;on, hasta allí fuimos el tercer día de estadía en Cumana. Al llegar al lugar, bajamos del bus y nos sorprendió un barrio sumamente popular y una playa imposible de ser admirada.
El barrio esta construido sobre la orilla y no existe un centímetro de arena en donde poder reposar. Es pobre la playa, tan pobre como el barrio. Al pobre siempre le toca la escasez, hasta del paisaje pero aun en esa pobreza, las mujeres jugaban al bingo, los hombres tomaban cervezas y los niños se bañaban en un mar que para ellos era el más hermoso. ¿Quién podría subestimar tanta pobreza?
Escuchamos por ahí algún día, luego de salir del Pe;on en las playas del Parque Mochima a una mujer que se quejaba del gob. Socialista, de no poder comprar de lo que se le antojaba en el supermercado. Escuchamos decir que al pobre no le importaba porque se conformaba con la bolsa del mercal. Sin embargo ella disfrutaba de una mar maravillosa, paradisiaca, dada su condición de clase media. En cambio el pobre al que con tanto desprecio se refería, calmaba su calor en unas playas sucias, sin arena y al lado de ranchos que vendían cervezas pero el pobre vive feliz. Se sienta en la vereda con las puertas de su casa abiertas. Va al mercal porque consigue el alimento digno para sus hijos.
En el barrio cheto de Cumana, los ricos viven en casas hermosas, en calles limpias pero se sienten inseguros. Sacamos algunas fotos de las calles y un Toyota Corolla gris, se paro al lado de nosotros y nos advirtió acerca del peligro del barrio. Nos miramos y reímos.  
Así vivía el rico, lleno de posesiones que era incapaz de disfrutar. Del otro lado, el pueblo haciendo suyas las calles y las plazas, con lo poco que tenia y lo mucho que merecía.
Nosotros, nada teníamos que ver con esas casas amuradas, caminábamos entre el pueblo, subimos a sus buses y transitamos sus calles. Estábamos tranquilos.
Partimos de Cumaná, después de cuatro días con destino a San Cristóbal. Llenos de colores y de contrastes. Al partir una imagen nos transmite la inmensidad del lugar: “Ay Cumaná, quien te viera y por tus calles paseara.”
Caminamos y vivimos Cumaná, última parada de este país hermano.

Hasta siempre Venezuela, te vamos a extrañar.

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