El barco y los primeros pasos
Cruzamos
el río como si cruzáramos el tiempo. La panza del barco temblaba despacito, como
Román cuando quiere dormir. Y él, que hacía un año no existía, ahora se paraba.
Se paraba, tambaleaba, y el mundo entero se abría a sus pies.
La
frontera fue agua, y el pasaje fue ternura. El río nos lavó el miedo, nos mojó
los silencios. Era la primera vez que viajábamos los cuatro, pero parecía que
veníamos viajando desde hace siglos, buscándonos.
Piedras
que recuerdan
Colonia
huele a siglo. Las piedras, que vieron pasar botas, corceles y besos, ahora
escuchaban los pasitos torpes de Román. Él no sabía que estaba caminando sobre
historias, pero las historias lo reconocieron igual.
Tamara
tocó una pared como quien lee en braille la memoria de un pueblo. Y Gonzalo
caminó despacio, como si tuviera que saludar a cada farol. El sol se escondía
sin apuro, como nosotros, que descubríamos que caminar juntos también era una
forma de hablar.
Román,
con su mirada, perseguía una paloma. Y la paloma volaba sin irse, como si
entendiera que a veces, para avanzar, primero hay que quedarse.
Esa
noche, el río lamía la orilla con voz de cuna. Y dormimos los tres en una cama
chiquita, pero el amor no se nos caía por los bordes.
Montevideo
late despacio
Montevideo
no grita. Sus calles murmuran. Como si el tiempo acá caminara en pantuflas.
Román
descubrió la rambla como si fuera el borde del mundo. Con sus pasos recién
estrenados, pisó un charco y se rió como si el agua le hablara. Y tal vez le
hablaba. Tal vez el mar le contaba secretos que ni los grandes escuchamos.
Tamara
encontró un mate en una plaza, olvidado en un banco como un poema sin firmar. Lo
sostuvo unos segundos y dijo: “En esta ciudad, todo parece escrito a mano”. Gonzalo
miraba los edificios con nostalgia prestada, como si recordara cosas que no
vivió pero que igual lo tocaban.
Y por la
noche, el viento trajo canciones de Alfredo Zitarrosa y un olor a pan recién
horneado que nos recordó que a veces la patria también es eso: una canción
vieja, un pan tibio, un hijo que duerme.
En Maldonado, los árboles hablan
Maldonado
se despereza entre árboles que han visto demasiado. Sus hojas no caen:
susurran. Y entre ese murmullo, Román caminaba. Se caía. Se levantaba. Se
volvía a caer. Los árboles lo miraban con paciencia de abuelo.
Tamara
señalaba un puente de hierro como quien encuentra un hueso de dinosaurio en el
patio de la infancia. Y Gonzalo sacaba fotos como quien escribe en el aire: para
que el tiempo no se le escape de las manos.
En una
esquina, una señora vendía mandarinas con las manos arrugadas como mapas. Nos regaló
tres, “pa’l nene”, dijo, y Román las chupó con la misma solemnidad con que se
besa una bandera.
En
Maldonado, descubrimos que caminar no era sólo avanzar, sino mirar, parar,
abrazar, y a veces quedarse en silencio, mirando a Román masticar mundo con los
ojos bien abiertos.
Punta del Este, espejismo de sal
Allí
donde el mundo se maquilla para salir en la foto, llegamos nosotros, descalzos
y sin prisa. Punta del Este brillaba, pero Román solo quería arena. Y la
encontró. Y se la comió. Porque a los uno, todo se prueba con la boca. Hasta el
mar.
Gonzalo
miraba los yates como quien espía otros sueños. Y Tamara, con el pelo al
viento, reía como si el viento le hiciera cosquillas en el alma.
La mano
gigante salía de la arena. Román se acercó y le dio la suya. Dos manos: una de
piedra, otra de carne. Y por un segundo, el arte fue abrazo.
Comimos
en un lugar caro. Tan caro, que lo más barato fue la risa. Porque reír juntos
ahí, entre turistas bronceados y mozos con moños, era como tirar una bomba de
ternura en medio del marketing.
Punta del
Este se quedó atrás. Brillante, sí. Pero lo que brillaba de verdad venía con nosotros
en el asiento de atrás, dormido, con los labios llenos de arena.
Ocean Park: el abrazo que espera
Ocean Park no figura en los mapas de los
turistas pero para nosotros era el corazón del viaje. Allí estaba Nico, el que
eligió ser padrino, como se elige ser testigo de lo sagrado.
La ruta se volvió suspiro. Román dormía en su
sillita, y cada árbol que pasaba parecía aplaudirlo en silencio, como si el
viaje fuera una obra de teatro en la que él era el protagonista.
Llegamos a Ocean Park al caer la tarde. No era
un parque, no era un océano. Era un abrazo. Nico salió a recibirnos con los
ojos húmedos. Román lo miró con amor desde el principio. Después lo abrazó como
si lo conociera desde antes de nacer. Y quizás lo conocía. Quizás los abrazos
más puros vienen de memorias que no recordamos.
Gonzalo y Nico hablaron largo, como quienes se pusieron al día con años de
silencios. Tamara caminó con los pies en el pasto y la mirada en el cielo. Y el
sol bajaba despacito, como si supiera que allí, en ese instante, todo era
justo, todo era suave, todo era casa.
Esas noches, no hubo fotos. Sólo palabras, vino y la certeza de que a veces
los viajes no te llevan lejos: te traen de vuelta a donde siempre fuiste feliz
sin saberlo. Respirábamos paz. Respirábamos familia. Y en ese rincón escondido
del mapa, Román caminaba como quien estrena mundo.