miércoles, 18 de julio de 2018

Estación Uruguay II

El barco y los primeros pasos

Cruzamos el río como si cruzáramos el tiempo. La panza del barco temblaba despacito, como Román cuando quiere dormir. Y él, que hacía un año no existía, ahora se paraba. Se paraba, tambaleaba, y el mundo entero se abría a sus pies.

La frontera fue agua, y el pasaje fue ternura. El río nos lavó el miedo, nos mojó los silencios. Era la primera vez que viajábamos los cuatro, pero parecía que veníamos viajando desde hace siglos, buscándonos.

Román no sabía que estaba cruzando de país, pero sabía que estaba cruzando de etapa.
Y nosotros lo sabíamos también. Y lo mirábamos caminar con el alma en vilo, como se mira una revolución.

Piedras que recuerdan

Colonia huele a siglo. Las piedras, que vieron pasar botas, corceles y besos, ahora escuchaban los pasitos torpes de Román. Él no sabía que estaba caminando sobre historias, pero las historias lo reconocieron igual.

Tamara tocó una pared como quien lee en braille la memoria de un pueblo. Y Gonzalo caminó despacio, como si tuviera que saludar a cada farol. El sol se escondía sin apuro, como nosotros, que descubríamos que caminar juntos también era una forma de hablar.

Román, con su mirada, perseguía una paloma. Y la paloma volaba sin irse, como si entendiera que a veces, para avanzar, primero hay que quedarse.

Esa noche, el río lamía la orilla con voz de cuna. Y dormimos los tres en una cama chiquita, pero el amor no se nos caía por los bordes.

Montevideo late despacio

Montevideo no grita. Sus calles murmuran. Como si el tiempo acá caminara en pantuflas.

Román descubrió la rambla como si fuera el borde del mundo. Con sus pasos recién estrenados, pisó un charco y se rió como si el agua le hablara. Y tal vez le hablaba. Tal vez el mar le contaba secretos que ni los grandes escuchamos.

Tamara encontró un mate en una plaza, olvidado en un banco como un poema sin firmar. Lo sostuvo unos segundos y dijo: “En esta ciudad, todo parece escrito a mano”. Gonzalo miraba los edificios con nostalgia prestada, como si recordara cosas que no vivió pero que igual lo tocaban.

Y por la noche, el viento trajo canciones de Alfredo Zitarrosa y un olor a pan recién horneado que nos recordó que a veces la patria también es eso: una canción vieja, un pan tibio, un hijo que duerme.

En Maldonado, los árboles hablan

Maldonado se despereza entre árboles que han visto demasiado. Sus hojas no caen: susurran. Y entre ese murmullo, Román caminaba. Se caía. Se levantaba. Se volvía a caer. Los árboles lo miraban con paciencia de abuelo.

Tamara señalaba un puente de hierro como quien encuentra un hueso de dinosaurio en el patio de la infancia. Y Gonzalo sacaba fotos como quien escribe en el aire: para que el tiempo no se le escape de las manos.

En una esquina, una señora vendía mandarinas con las manos arrugadas como mapas. Nos regaló tres, “pa’l nene”, dijo, y Román las chupó con la misma solemnidad con que se besa una bandera.

En Maldonado, descubrimos que caminar no era sólo avanzar, sino mirar, parar, abrazar, y a veces quedarse en silencio, mirando a Román masticar mundo con los ojos bien abiertos.

Punta del Este, espejismo de sal

Allí donde el mundo se maquilla para salir en la foto, llegamos nosotros, descalzos y sin prisa. Punta del Este brillaba, pero Román solo quería arena. Y la encontró. Y se la comió. Porque a los uno, todo se prueba con la boca. Hasta el mar.

Gonzalo miraba los yates como quien espía otros sueños. Y Tamara, con el pelo al viento, reía como si el viento le hiciera cosquillas en el alma.

La mano gigante salía de la arena. Román se acercó y le dio la suya. Dos manos: una de piedra, otra de carne. Y por un segundo, el arte fue abrazo.

Comimos en un lugar caro. Tan caro, que lo más barato fue la risa. Porque reír juntos ahí, entre turistas bronceados y mozos con moños, era como tirar una bomba de ternura en medio del marketing.

Punta del Este se quedó atrás. Brillante, sí. Pero lo que brillaba de verdad venía con nosotros en el asiento de atrás, dormido, con los labios llenos de arena.

Ocean Park: el abrazo que espera

Ocean Park no figura en los mapas de los turistas pero para nosotros era el corazón del viaje. Allí estaba Nico, el que eligió ser padrino, como se elige ser testigo de lo sagrado.

La ruta se volvió suspiro. Román dormía en su sillita, y cada árbol que pasaba parecía aplaudirlo en silencio, como si el viaje fuera una obra de teatro en la que él era el protagonista.

Llegamos a Ocean Park al caer la tarde. No era un parque, no era un océano. Era un abrazo. Nico salió a recibirnos con los ojos húmedos. Román lo miró con amor desde el principio. Después lo abrazó como si lo conociera desde antes de nacer. Y quizás lo conocía. Quizás los abrazos más puros vienen de memorias que no recordamos.

Gonzalo y Nico hablaron largo, como quienes se pusieron al día con años de silencios. Tamara caminó con los pies en el pasto y la mirada en el cielo. Y el sol bajaba despacito, como si supiera que allí, en ese instante, todo era justo, todo era suave, todo era casa.

Román aprendió a caminar entre las plantas, entre las piedras, entre los brazos.
Como quien ya no necesita aprender a caminar, porque ahora sabía a dónde. Padrino se dice fácil. Pero Nico lo es con el cuerpo entero. Se agachó hasta el suelo, y Román, como si supiera quién lo esperaba desde antes de nacer, le tendió los brazos sin miedo. Y caminó hacia él. Sus pasos más firmes, más suyos, más alegres. Como si el suelo ahí supiera su nombre.

Esas noches, no hubo fotos. Sólo palabras, vino y la certeza de que a veces los viajes no te llevan lejos: te traen de vuelta a donde siempre fuiste feliz sin saberlo. Respirábamos paz. Respirábamos familia. Y en ese rincón escondido del mapa, Román caminaba como quien estrena mundo.