jueves, 28 de noviembre de 2019

Estación Amaicha del Valle


A veces el mundo se vuelve más verdadero cuando uno está lejos de todo. Eso pensaba Gonzalo mientras el viento de Amaicha le golpeaba la cara con esa suavidad áspera que solo tiene el noroeste, como si la tierra quisiera recordarle que existe desde mucho antes que sus dudas. Tamara, a su lado, parecía escuchar el mismo murmullo. No hablaban. No hacía falta. Hay silencios que tienen más significado que cualquier confesión.

El sol caía despacio sobre las montañas, y cada curva del paisaje parecía haber sido dibujada para ellos dos: para su historia común, para ese amor que a veces se les complica, pero que nunca deja de buscar otra oportunidad. Benedetti decía que “uno se acostumbra al milagro”, y quizás ese era el problema y la esperanza al mismo tiempo: seguir acostumbrándose al milagro del otro, aun cuando la vida pesa, aun cuando las jornadas se hacen largas y las heridas viejas vuelven a tocar la puerta.

Allí, en Amaicha, nada dolía demasiado. La luz tenía la generosidad de suavizarlo todo. Y cuando Tamara apoyó su mano en el brazo de Gonzalo, él sintió ese pequeño temblor conocido, ese que aparece cuando uno ama a pesar de sí mismo. El viento, que nunca pide permiso, les despeinó el cansancio. Y algo en ellos cedió. No hacia la tristeza, sino hacia esa ternura que todavía les queda —esa que insiste aunque a veces no se nombre—.

La montaña no juzgaba. El valle no exigía explicaciones. Y el cielo, enorme, parecía comprenderlos mejor que nadie. Quizás por eso estaban ahí: porque Amaicha, con su sabiduría antigua, tenía la capacidad de juntar lo que la rutina separa. De decirles sin voz que todavía hay un después posible.

Gonzalo miró a Tamara como quien mira un regreso. Ella sonrió apenas, como si ese gesto mínimo fuera un pacto. En ese instante, él pensó que amar —de verdad— es esto: quedarse incluso cuando uno no sabe del todo cómo quedarse. Seguir aprendiendo al otro como si fuera la primera vez. Elegir la caricia en vez del reproche. Recordar que cada crisis es un modo torpe de pedir ayuda.

Y Tamara, que conoce los pliegues del alma de Gonzalo más que nadie, sintió que algo se acomodaba en ella también. Que esa altura, ese aire fino, ese sol que todo lo revela, la reconciliaba con partes suyas que creía perdidas. Que amar es un trabajo diario, claro, pero también un descanso cuando se hace bien.

Los dos, de pie frente al paisaje, parecían contener una promesa silenciosa. No un juramento solemne —que tantas veces se rompe—, sino una afirmación suave, como quien toma la mano del otro en la oscuridad: estoy acá, todavía estoy acá.

Amaicha del Valle los abrazó con su eternidad, y ellos —un poco más livianos, un poco más ciertos— se dejaron abrazar.

 

 

viernes, 18 de octubre de 2019

Crónica viajera sobre el sentir de viajar en bicicleta


Viajar en bicicleta es una forma de medir el mundo con el cuerpo. No con mapas, aplicaciones ni relojes: con el pulso, el sudor y la respiración. La primera vez que subí a las sierras de Córdoba, emprendí un sentir único, que pedalear no es simplemente avanzar; es pactar con la montaña. Uno le promete respeto, y la montaña, a cambio, te regala un silencio distinto, uno que solo se abre cuando estás dispuesto a escucharlo desde la fragilidad del equilibrio.

Abraza tu sudor, me repetía mientras ascendía por esos caminos de piedra.
Es tu esencia y tu emancipación. El sudor lava el miedo, expulsa la duda, convierte el cansancio en una especie de verdad corporal. Ahí, sabes que la bicicleta no es un objeto: era un modo de ser. Un arte que se puede montar, que te traslada y te transforma. Y sí: puede salvar al mundo, o al menos salvarte a vos, en esos días en los que todo pesa más de lo debido.

Cruzando la Cordillera por Mendoza, la bicicleta se volvió mi única plegaria. No importaba si llovía o si el sol quemaba hasta los pensamientos. Pedaleando ahí, donde el viento te desarma y te recompone, supe que mientras conduzco una bici soy el tipo más afortunado del mundo. La Cordillera no perdona, pero tampoco miente: si la atravesás es porque vos y tu bici aprendieron a decirle que sí a lo imposible.

Hubo días en los que mordí más de lo que podía masticar: en la Ruta 40 cuando el ripio te castiga; en Uruguay cuando el viento de frente no negocia; o aquella larga tirada desde Santa Teresita hasta Tandil donde cada kilómetro parecía un recuerdo que había que empujar con las piernas. Pero sobrevivir esa demanda —ese “demasiado”— te deja una marca luminosa: te demuestra que no eras menos, sino más de lo que imaginabas.

Cuando me duelen las piernas, digo: ¡Cállense, piernas! ¡Hagan lo que les digo!
Y obedecen, no por fuerza, sino por fe. Porque pedalear es una liturgia personal, una ceremonia de resistencia. Montar en bicicleta es la mejor droga antidepresiva, y no hay contraindicación que la contradiga: libera, acomoda, vuelve a poner el alma en marcha. Afloja aquello que la vida aprieta.

Pedalear, también te enseña tolerancia. Equilibrarte sobre dos ruedas es encontrar una forma de pensar el mundo: ni rigidez ni entrega total; apenas ese esfuerzo justo que te permite no caer. Por eso la bici es maestra. Porque te enseña a esperar, a aceptar, a insistir, a no rendirte cuando el viento cambia o cuando la ruta se inclina hacia arriba como si te estuviera probando.

Al final, viajar en bicicleta es un modo de decirle al mundo: “Estoy vivo. Estoy en movimiento. Y con cada pedaleada me encuentro un poco más.”

La bici —tu bici— no lleva solo tu cuerpo.

Lleva tu historia.

Lleva tu libertad.

Y mientras sigas pedaleando, siempre habrá un camino que se abra.

sábado, 20 de julio de 2019

Estación Uruguay III

Cruzar el charco

Cruzaron el río como si cruzaran un umbral. El frío pegaba en la cara, pero el corazón iba abrigado. Román, con su mochila más grande que él, miraba el agua con asombro y algo de duda.

Tenía apenas un año y pico, pero ya sabía que esta vez era distinto. Mamá no estaba.
Zarité —la hermana recién nacida— tampoco. Esta vez, el viaje era solo con papá. Y con Juan Pablo, ese amigo de voz tranquila y manos grandes, que sabía mirar sin apurar.

El barco cortó el río y dejó atrás la orilla conocida. Y Román, que no sabía de geografía ni de distancias, entendió igual que estaba yendo lejos para acercarse a otra cosa.

Colonia los recibió con suspiros de piedra.

El invierno le daba un tono gris al empedrado, pero Román igual quiso tocar todo.
Las paredes, los autos viejos, los charcos. Caminaba con torpeza, sí, pero cada paso era un poema corto. Juan Pablo sacaba fotos, y Gonzalo, con la mochila al hombro y el corazón al aire, pensaba en Tamara, en Zarité, y en lo raro y hermoso que era andar por el mundo solo con su hijo.

Después vinieron las rutas y los árboles pelados. El auto zumbaba como un gato viejo. Román dormía en el asiento de atrás con la boca entreabierta, como si soñara en voz baja.

Ocean Park los esperaba con el silencio de los lugares conocidos.

Nico no estaba esta vez, pero el viento lo recordaba. Román corrió entre los arbustos,
reconociendo sin saber. “Acá ya estuve”, decía con sus pies, aunque las palabras todavía no le salieran del todo.

Gonzalo se sentó en una piedra y miró a su hijo jugar, sintiendo ese amor hondo que se parece al vértigo: como mirar un abismo lleno de ternura.

Piriápolis apareció envuelta en neblina.

El cerro San Antonio, los barcos quietos, y una plaza donde Román persiguió una gaviota con la misma seriedad con la que otros persiguen sus destinos.

Juan Pablo compró bizcochos calientes. Y los tres, sentados en la vereda, mojaron el invierno con migas y risas. Los autos pasaban. La gente apuraba el paso. Pero ellos no.

En Punta Ballena, el mar se desbordaba de azul.

La Casapueblo parecía hecha de sueños. Román se quedó largo rato mirando el horizonte. Nadie dijo nada. Porque hay momentos que se entienden mejor callando.

Maldonado fue la última parada.

Caminatas lentas, plazas con hamacas frías, y un café donde Román se durmió en brazos de su papá. Y Gonzalo lo sostuvo largo rato, pensando en todo lo que no se dice,
en todo lo que se siente cuando se está solo, pero no solo.

Al regresar, el río volvió a abrirse. Román ya no era el mismo. Gonzalo tampoco. Habían viajado solos, sí. Pero no estaban vacíos: traían historias, abrazos, silencios compartidos, y una certeza: Que a veces, el primer viaje sin mamá no es un alejamiento, sino un acercamiento: a la memoria, a la raíz, y al fuego manso de ser padre e hijo en movimiento.