A
veces el mundo se vuelve más verdadero cuando uno está lejos de todo. Eso
pensaba Gonzalo mientras el viento de Amaicha le golpeaba la cara con esa
suavidad áspera que solo tiene el noroeste, como si la tierra quisiera
recordarle que existe desde mucho antes que sus dudas. Tamara, a su lado,
parecía escuchar el mismo murmullo. No hablaban. No hacía falta. Hay silencios
que tienen más significado que cualquier confesión.
El
sol caía despacio sobre las montañas, y cada curva del paisaje parecía haber
sido dibujada para ellos dos: para su historia común, para ese amor que a veces
se les complica, pero que nunca deja de buscar otra oportunidad. Benedetti
decía que “uno se acostumbra al milagro”, y quizás ese era el problema y la
esperanza al mismo tiempo: seguir acostumbrándose al milagro del otro, aun
cuando la vida pesa, aun cuando las jornadas se hacen largas y las heridas
viejas vuelven a tocar la puerta.
Allí,
en Amaicha, nada dolía demasiado. La luz tenía la generosidad de suavizarlo
todo. Y cuando Tamara apoyó su mano en el brazo de Gonzalo, él sintió ese
pequeño temblor conocido, ese que aparece cuando uno ama a pesar de sí mismo.
El viento, que nunca pide permiso, les despeinó el cansancio. Y algo en ellos
cedió. No hacia la tristeza, sino hacia esa ternura que todavía les queda —esa
que insiste aunque a veces no se nombre—.
La
montaña no juzgaba. El valle no exigía explicaciones. Y el cielo, enorme,
parecía comprenderlos mejor que nadie. Quizás por eso estaban ahí: porque
Amaicha, con su sabiduría antigua, tenía la capacidad de juntar lo que la
rutina separa. De decirles sin voz que todavía hay un después posible.
Gonzalo
miró a Tamara como quien mira un regreso. Ella sonrió apenas, como si ese gesto
mínimo fuera un pacto. En ese instante, él pensó que amar —de verdad— es esto:
quedarse incluso cuando uno no sabe del todo cómo quedarse. Seguir aprendiendo
al otro como si fuera la primera vez. Elegir la caricia en vez del reproche.
Recordar que cada crisis es un modo torpe de pedir ayuda.
Y
Tamara, que conoce los pliegues del alma de Gonzalo más que nadie, sintió que
algo se acomodaba en ella también. Que esa altura, ese aire fino, ese sol que
todo lo revela, la reconciliaba con partes suyas que creía perdidas. Que amar
es un trabajo diario, claro, pero también un descanso cuando se hace bien.
Los
dos, de pie frente al paisaje, parecían contener una promesa silenciosa. No un
juramento solemne —que tantas veces se rompe—, sino una afirmación suave, como
quien toma la mano del otro en la oscuridad: estoy acá, todavía estoy acá.
Amaicha
del Valle los abrazó con su eternidad, y ellos —un poco más livianos, un poco
más ciertos— se dejaron abrazar.



