Cruzar el charco
Cruzaron el río como si cruzaran
un umbral. El frío pegaba en la cara, pero el corazón iba abrigado. Román, con
su mochila más grande que él, miraba el agua con asombro y algo de duda.
Tenía apenas un año y pico, pero ya sabía que esta
vez era distinto. Mamá no estaba.
Zarité —la hermana recién nacida— tampoco. Esta vez, el viaje era solo con
papá. Y con Juan Pablo, ese amigo de voz tranquila y manos grandes, que sabía
mirar sin apurar.
El barco cortó el río y dejó atrás la orilla
conocida. Y Román, que no sabía de geografía ni de distancias, entendió igual
que estaba yendo lejos para acercarse a otra cosa.
Colonia los recibió con suspiros de piedra.
El invierno le daba un tono gris al empedrado, pero
Román igual quiso tocar todo.
Las paredes, los autos viejos, los charcos. Caminaba con torpeza, sí, pero cada
paso era un poema corto. Juan Pablo sacaba fotos, y Gonzalo, con la mochila al
hombro y el corazón al aire, pensaba en Tamara, en Zarité, y en lo raro y
hermoso que era andar por el mundo solo con su hijo.
Después vinieron las
rutas y los árboles pelados. El auto zumbaba como un gato viejo. Román dormía en el asiento de atrás
con la boca entreabierta, como si soñara en voz baja.
Ocean Park los esperaba con el silencio de los
lugares conocidos.
Nico no estaba esta vez, pero el viento lo
recordaba. Román corrió entre los arbustos,
reconociendo sin saber. “Acá ya estuve”, decía con sus pies, aunque las
palabras todavía no le salieran del todo.
Gonzalo se sentó en una piedra y miró a su hijo
jugar, sintiendo ese amor hondo que se parece al vértigo: como mirar un abismo
lleno de ternura.
Piriápolis apareció envuelta en neblina.
El cerro San Antonio, los barcos quietos, y una
plaza donde Román persiguió una gaviota con la misma seriedad con la que otros
persiguen sus destinos.
Juan Pablo compró bizcochos calientes. Y los tres,
sentados en la vereda, mojaron el invierno con migas y risas. Los autos
pasaban. La gente apuraba el paso. Pero ellos no.
En Punta Ballena, el mar se desbordaba de azul.
La Casapueblo parecía hecha de sueños. Román se
quedó largo rato mirando el horizonte. Nadie dijo nada. Porque hay momentos que
se entienden mejor callando.
Maldonado fue la última parada.
Caminatas lentas, plazas con hamacas frías, y un
café donde Román se durmió en brazos de su papá. Y Gonzalo lo sostuvo largo
rato, pensando en todo lo que no se dice,
en todo lo que se siente cuando se está solo, pero no solo.
Al regresar, el río volvió a abrirse. Román ya no era el mismo. Gonzalo tampoco. Habían viajado solos, sí. Pero no estaban vacíos: traían historias, abrazos, silencios compartidos, y una certeza: Que a veces, el primer viaje sin mamá no es un alejamiento, sino un acercamiento: a la memoria, a la raíz, y al fuego manso de ser padre e hijo en movimiento.