Viajar
en bicicleta es una forma de medir el mundo con el cuerpo. No con mapas, aplicaciones
ni relojes: con el pulso, el sudor y la respiración. La primera vez que subí a
las sierras de Córdoba, emprendí un sentir único, que pedalear no es simplemente
avanzar; es pactar con la montaña. Uno le promete respeto, y la montaña, a
cambio, te regala un silencio distinto, uno que solo se abre cuando estás
dispuesto a escucharlo desde la fragilidad del equilibrio.
Abraza
tu sudor, me repetía mientras ascendía por esos caminos de piedra.
Es tu esencia y tu emancipación. El sudor lava el miedo, expulsa la duda,
convierte el cansancio en una especie de verdad corporal. Ahí, sabes que la
bicicleta no es un objeto: era un modo de ser. Un arte que se puede montar, que
te traslada y te transforma. Y sí: puede salvar al mundo, o al menos salvarte a
vos, en esos días en los que todo pesa más de lo debido.
Cruzando
la Cordillera por Mendoza, la bicicleta se volvió mi única plegaria. No
importaba si llovía o si el sol quemaba hasta los pensamientos. Pedaleando ahí,
donde el viento te desarma y te recompone, supe que mientras conduzco una bici
soy el tipo más afortunado del mundo. La Cordillera no perdona, pero tampoco
miente: si la atravesás es porque vos y tu bici aprendieron a decirle que sí a
lo imposible.
Hubo
días en los que mordí más de lo que podía masticar: en la Ruta 40 cuando el
ripio te castiga; en Uruguay cuando el viento de frente no negocia; o aquella
larga tirada desde Santa Teresita hasta Tandil donde cada kilómetro parecía un
recuerdo que había que empujar con las piernas. Pero sobrevivir esa demanda
—ese “demasiado”— te deja una marca luminosa: te demuestra que no eras menos,
sino más de lo que imaginabas.
Cuando
me duelen las piernas, digo: ¡Cállense, piernas! ¡Hagan lo que les digo!
Y obedecen, no por fuerza, sino por fe. Porque pedalear es una liturgia
personal, una ceremonia de resistencia. Montar en bicicleta es la mejor droga
antidepresiva, y no hay contraindicación que la contradiga: libera, acomoda,
vuelve a poner el alma en marcha. Afloja aquello que la vida aprieta.
Pedalear,
también te enseña tolerancia. Equilibrarte sobre dos ruedas es encontrar una
forma de pensar el mundo: ni rigidez ni entrega total; apenas ese esfuerzo
justo que te permite no caer. Por eso la bici es maestra. Porque te enseña a
esperar, a aceptar, a insistir, a no rendirte cuando el viento cambia o cuando
la ruta se inclina hacia arriba como si te estuviera probando.
Al
final, viajar en bicicleta es un modo de decirle al mundo: “Estoy vivo. Estoy
en movimiento. Y con cada pedaleada me encuentro un poco más.”
La
bici —tu bici— no lleva solo tu cuerpo.
Lleva
tu historia.
Lleva
tu libertad.
Y
mientras sigas pedaleando, siempre habrá un camino que se abra.
