viernes, 18 de octubre de 2019

Crónica viajera sobre el sentir de viajar en bicicleta


Viajar en bicicleta es una forma de medir el mundo con el cuerpo. No con mapas, aplicaciones ni relojes: con el pulso, el sudor y la respiración. La primera vez que subí a las sierras de Córdoba, emprendí un sentir único, que pedalear no es simplemente avanzar; es pactar con la montaña. Uno le promete respeto, y la montaña, a cambio, te regala un silencio distinto, uno que solo se abre cuando estás dispuesto a escucharlo desde la fragilidad del equilibrio.

Abraza tu sudor, me repetía mientras ascendía por esos caminos de piedra.
Es tu esencia y tu emancipación. El sudor lava el miedo, expulsa la duda, convierte el cansancio en una especie de verdad corporal. Ahí, sabes que la bicicleta no es un objeto: era un modo de ser. Un arte que se puede montar, que te traslada y te transforma. Y sí: puede salvar al mundo, o al menos salvarte a vos, en esos días en los que todo pesa más de lo debido.

Cruzando la Cordillera por Mendoza, la bicicleta se volvió mi única plegaria. No importaba si llovía o si el sol quemaba hasta los pensamientos. Pedaleando ahí, donde el viento te desarma y te recompone, supe que mientras conduzco una bici soy el tipo más afortunado del mundo. La Cordillera no perdona, pero tampoco miente: si la atravesás es porque vos y tu bici aprendieron a decirle que sí a lo imposible.

Hubo días en los que mordí más de lo que podía masticar: en la Ruta 40 cuando el ripio te castiga; en Uruguay cuando el viento de frente no negocia; o aquella larga tirada desde Santa Teresita hasta Tandil donde cada kilómetro parecía un recuerdo que había que empujar con las piernas. Pero sobrevivir esa demanda —ese “demasiado”— te deja una marca luminosa: te demuestra que no eras menos, sino más de lo que imaginabas.

Cuando me duelen las piernas, digo: ¡Cállense, piernas! ¡Hagan lo que les digo!
Y obedecen, no por fuerza, sino por fe. Porque pedalear es una liturgia personal, una ceremonia de resistencia. Montar en bicicleta es la mejor droga antidepresiva, y no hay contraindicación que la contradiga: libera, acomoda, vuelve a poner el alma en marcha. Afloja aquello que la vida aprieta.

Pedalear, también te enseña tolerancia. Equilibrarte sobre dos ruedas es encontrar una forma de pensar el mundo: ni rigidez ni entrega total; apenas ese esfuerzo justo que te permite no caer. Por eso la bici es maestra. Porque te enseña a esperar, a aceptar, a insistir, a no rendirte cuando el viento cambia o cuando la ruta se inclina hacia arriba como si te estuviera probando.

Al final, viajar en bicicleta es un modo de decirle al mundo: “Estoy vivo. Estoy en movimiento. Y con cada pedaleada me encuentro un poco más.”

La bici —tu bici— no lleva solo tu cuerpo.

Lleva tu historia.

Lleva tu libertad.

Y mientras sigas pedaleando, siempre habrá un camino que se abra.