La
ruta empezó temprano, con el sol asomando sobre el mar de Santa Teresita y el
mate caliente pasando de mano en mano. Román dormía todavía, con su carita
apoyada en el asiento trasero, y Zarité miraba por la ventanilla con esa calma
de perro que entiende que un viaje no se apura, se atraviesa. Tama sonreía, y
en esa sonrisa había algo de promesa: el sur nos espera, pero hoy vamos al
centro del mapa, al corazón de San Luis.
La
camioneta avanzaba como una bestia mansa, devorando kilómetros y canciones.
Cada tanto parábamos en alguna estación de servicio: aire, café, estirar las
piernas, mirar el cielo. La pampa se abría infinita, y uno podía sentir que el
horizonte no tenía fin, que era una línea que se estiraba a medida que
avanzábamos, como un sueño que se niega a despertar. 
Villa
Mercedes apareció después de muchas horas, como una tregua. Una ciudad amable,
de plazas arboladas y gente que saluda sin motivo. Esa noche comimos pizza en
una esquina donde el mozo nos trató como si nos conociera de siempre. Román,
con su hambre de aventuras, miraba todo con ojos nuevos. Y Zarité, como
siempre, encontraba su lugar bajo la mesa, dormitando mientras el olor del
queso derretido y el vino tinto llenaban el aire.
Dormimos
profundo. Afuera, el silencio era distinto: el de los pueblos que todavía
escuchan grillos, el de los lugares donde las estrellas no compiten con las
luces eléctricas. Me dormí pensando en lo mucho que necesitábamos ese viaje. No
sólo cambiar de paisaje, sino volver a sentirnos familia en movimiento.
En
la entrada de la capital, los carteles decían “San Luis, otra forma de ser
argentino”. Y algo de eso se sentía. Orden, limpieza, una calma que no era
quietud, sino equilibrio. Visitamos museos y plazas, paseamos por el casco
histórico, respiramos siglos de historia y promesas inconclusas. En un rincón,
frente al Museo Dora Ochoa de Masramón, Román me preguntó por qué la gente
guardaba cosas viejas. Le dije que para no olvidarse. “¿Y si no se olvidan
igual?”, insistió. Me quedé callado. Quizás porque sabía que, aunque uno
recuerde, el tiempo igual se nos escapa entre los dedos.
Esa
tarde subimos al Mirador del Cerro de la Cruz. Desde arriba, la ciudad parecía
dormida entre las sierras. Tama sacó fotos, Román jugaba con las piedras, y yo
me quedé un rato mirando el horizonte. Sentí que el viaje también era una
manera de agradecer: por el camino, por los afectos, por ese instante en el que
todo parece encajar.
A
la noche, hicimos fuego. El primer asado del viaje. Las brasas crepitaban con
ese sonido que es casi un lenguaje. Román acercaba su carita, fascinado, y
Zarité olfateaba con devoción. Tama cebaba mates, el humo subía lento, y el
aire olía a carne, leña y hogar. Hablamos poco, porque no hacía falta. Hay
fuegos que hablan por uno.
En
el cielo, una luna enorme se asomaba entre nubes suaves. Pensé en todas las
veces que miré esa misma luna desde otros lugares: Bariloche, La Falda, Ocean
Park. Es la misma, pero no lo es. Como uno mismo.
Al
tercer día tomamos rumbo a Merlo. La ruta serpenteaba entre sierras, y el aire
se volvía cada vez más limpio. Paramos en un lago antes de llegar, uno de esos
espejos de agua que parecen inventados para que el alma se calme. Nos bajamos,
estiramos las piernas y nos quedamos mirando el reflejo de las montañas. Tama
sacó el mate, Román tiró piedritas al agua, y Zarité se lanzó a correr por la
orilla, feliz como sólo los animales saben serlo.
El
silencio era perfecto. Ni un motor, ni una bocina. Sólo viento, pájaros y
nosotros. Pensé que tal vez eso era la felicidad: un instante breve, completo,
sin necesidad de más.
Llegamos
a Merlo al atardecer. La ciudad tenía ese encanto de los lugares que viven a
otro ritmo. Casonas viejas, calles empedradas, plazas que todavía son puntos de
encuentro. En la plaza central había una feria artesanal: tambores, risas, humo
de sahumerios, niños corriendo. Román se quedó hipnotizado con un titiritero
que contaba historias de duendes. Tama compró una piedra de cuarzo. Yo me quedé
mirando las sierras, teñidas de naranja por el sol que se iba.
Esa
noche dormimos en una cabaña de madera, con vista al valle. Antes de
acostarnos, hicimos otro fuego. Román se durmió en mi pecho, Tama me tomó la
mano, Zarité soñaba a nuestros pies. Afuera, el viento soplaba suave, como si
arrullara a toda la provincia. Me dormí pensando en lo simple que puede ser la
plenitud cuando uno se detiene a escucharla.
Al
día siguiente, subimos al Mirador del Sol. Desde allí se ve todo: las sierras,
los valles, las sombras de las nubes corriendo sobre el verde. Román señalaba
los cóndores como si fueran dragones, y Tama reía con esa risa que me enamora
desde siempre. Saqué una foto, no para recordarlo, sino para detener el tiempo,
aunque sea un segundo.
Después
bajamos al arroyo El Molino, donde el agua corre limpia entre piedras. Nos
descalzamos, y Román chapoteó feliz. El agua estaba fría, pero tenía esa pureza
que renueva. Tama me dijo al oído: “Este viaje era necesario”. Y yo supe que
sí. Que no viajábamos para conocer, sino para encontrarnos.
Al
mediodía, comimos bajo un algarrobo. Pan casero, queso, tomates, y ese sabor
que sólo tiene la comida cuando se comparte sin apuro. Zarité descansaba a la
sombra, y el viento traía olor a pasto recién cortado. Me acordé de mis viejos,
de los viajes de infancia, de cuando mirar por la ventana era una forma de
imaginar el mundo. Ahora era yo el que conducía, el que armaba las paradas, el
que cuidaba. Y eso también tenía algo de sagrado.
En
la tarde visitamos el Museo Kurteff, donde el metal se convierte en arte. Román
miraba las esculturas con asombro. “Parecen vivas”, dijo. Y sí, había algo vivo
en ese lugar: el pulso de las manos que crean, el eco del fuego que transforma.
La
última noche hicimos un asado grande, de despedida. El fuego, una vez más, como
centro del universo. El vino corrió lento, el mate también. Hablamos de volver,
de futuros viajes, de todo lo que todavía nos falta ver. Román se durmió
abrazado a su pelota, y Tama se acurrucó en mi hombro. Zarité miraba el fuego
con atención, como si entendiera que esa llama guardaba algo más que calor:
guardaba memoria.
Me
quedé un rato despierto, mirando las brasas. Pensé en los caminos recorridos:
Santa Teresita, Villa Mercedes, San Luis Capital, Merlo. Pero sobre todo pensé
en los otros caminos, los invisibles: los del amor, la familia, la paciencia,
la ternura. Esos que no se marcan en los mapas, pero que son los que de verdad
valen.
Al
día siguiente, el regreso fue lento. Córdoba nos esperaba. No por la ruta, sino
por el corazón. A veces volver cuesta más que irse. La camioneta avanzaba, pero
en el aire quedaban las risas, el fuego, el olor a tierra y a pan. Miré por el
espejo retrovisor y vi a Román dormido, con una sonrisa. Tama cantaba bajito,
Zarité descansaba entre los pies. Y sentí una paz antigua, de esas que no se
explican.
San
Luis quedaba atrás, pero algo de su calma viajaba con nosotros.
Y entendí —como cada vez que partimos— que el verdadero destino no es el lugar,
sino el modo en que miramos el camino.
Próxima
estación, Córdoba…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
