viernes, 28 de julio de 2023

Cuerpo y alma en San Luis

 

La ruta empezó temprano, con el sol asomando sobre el mar de Santa Teresita y el mate caliente pasando de mano en mano. Román dormía todavía, con su carita apoyada en el asiento trasero, y Zarité miraba por la ventanilla con esa calma de perro que entiende que un viaje no se apura, se atraviesa. Tama sonreía, y en esa sonrisa había algo de promesa: el sur nos espera, pero hoy vamos al centro del mapa, al corazón de San Luis.

La camioneta avanzaba como una bestia mansa, devorando kilómetros y canciones. Cada tanto parábamos en alguna estación de servicio: aire, café, estirar las piernas, mirar el cielo. La pampa se abría infinita, y uno podía sentir que el horizonte no tenía fin, que era una línea que se estiraba a medida que avanzábamos, como un sueño que se niega a despertar.

Villa Mercedes apareció después de muchas horas, como una tregua. Una ciudad amable, de plazas arboladas y gente que saluda sin motivo. Esa noche comimos pizza en una esquina donde el mozo nos trató como si nos conociera de siempre. Román, con su hambre de aventuras, miraba todo con ojos nuevos. Y Zarité, como siempre, encontraba su lugar bajo la mesa, dormitando mientras el olor del queso derretido y el vino tinto llenaban el aire.

Dormimos profundo. Afuera, el silencio era distinto: el de los pueblos que todavía escuchan grillos, el de los lugares donde las estrellas no compiten con las luces eléctricas. Me dormí pensando en lo mucho que necesitábamos ese viaje. No sólo cambiar de paisaje, sino volver a sentirnos familia en movimiento.

A los días siguientes, emprendimos camino hacia San Luis Capital. La ruta se ondulaba como un cuerpo vivo. El paisaje cambiaba: los pastos se hacían más altos, las sierras empezaban a asomar tímidas en el horizonte. Cada curva era una pequeña sorpresa, una invitación a mirar mejor. Tama ponía música —Charly, Drexler, un poco de Fito— y la camioneta se llenaba de melodías que parecían acompañar el ritmo de la tierra.

En la entrada de la capital, los carteles decían “San Luis, otra forma de ser argentino”. Y algo de eso se sentía. Orden, limpieza, una calma que no era quietud, sino equilibrio. Visitamos museos y plazas, paseamos por el casco histórico, respiramos siglos de historia y promesas inconclusas. En un rincón, frente al Museo Dora Ochoa de Masramón, Román me preguntó por qué la gente guardaba cosas viejas. Le dije que para no olvidarse. “¿Y si no se olvidan igual?”, insistió. Me quedé callado. Quizás porque sabía que, aunque uno recuerde, el tiempo igual se nos escapa entre los dedos.

Esa tarde subimos al Mirador del Cerro de la Cruz. Desde arriba, la ciudad parecía dormida entre las sierras. Tama sacó fotos, Román jugaba con las piedras, y yo me quedé un rato mirando el horizonte. Sentí que el viaje también era una manera de agradecer: por el camino, por los afectos, por ese instante en el que todo parece encajar.

A la noche, hicimos fuego. El primer asado del viaje. Las brasas crepitaban con ese sonido que es casi un lenguaje. Román acercaba su carita, fascinado, y Zarité olfateaba con devoción. Tama cebaba mates, el humo subía lento, y el aire olía a carne, leña y hogar. Hablamos poco, porque no hacía falta. Hay fuegos que hablan por uno.

En el cielo, una luna enorme se asomaba entre nubes suaves. Pensé en todas las veces que miré esa misma luna desde otros lugares: Bariloche, La Falda, Ocean Park. Es la misma, pero no lo es. Como uno mismo.

Al tercer día tomamos rumbo a Merlo. La ruta serpenteaba entre sierras, y el aire se volvía cada vez más limpio. Paramos en un lago antes de llegar, uno de esos espejos de agua que parecen inventados para que el alma se calme. Nos bajamos, estiramos las piernas y nos quedamos mirando el reflejo de las montañas. Tama sacó el mate, Román tiró piedritas al agua, y Zarité se lanzó a correr por la orilla, feliz como sólo los animales saben serlo.

El silencio era perfecto. Ni un motor, ni una bocina. Sólo viento, pájaros y nosotros. Pensé que tal vez eso era la felicidad: un instante breve, completo, sin necesidad de más.

Llegamos a Merlo al atardecer. La ciudad tenía ese encanto de los lugares que viven a otro ritmo. Casonas viejas, calles empedradas, plazas que todavía son puntos de encuentro. En la plaza central había una feria artesanal: tambores, risas, humo de sahumerios, niños corriendo. Román se quedó hipnotizado con un titiritero que contaba historias de duendes. Tama compró una piedra de cuarzo. Yo me quedé mirando las sierras, teñidas de naranja por el sol que se iba.

Esa noche dormimos en una cabaña de madera, con vista al valle. Antes de acostarnos, hicimos otro fuego. Román se durmió en mi pecho, Tama me tomó la mano, Zarité soñaba a nuestros pies. Afuera, el viento soplaba suave, como si arrullara a toda la provincia. Me dormí pensando en lo simple que puede ser la plenitud cuando uno se detiene a escucharla.

Al día siguiente, subimos al Mirador del Sol. Desde allí se ve todo: las sierras, los valles, las sombras de las nubes corriendo sobre el verde. Román señalaba los cóndores como si fueran dragones, y Tama reía con esa risa que me enamora desde siempre. Saqué una foto, no para recordarlo, sino para detener el tiempo, aunque sea un segundo.

Después bajamos al arroyo El Molino, donde el agua corre limpia entre piedras. Nos descalzamos, y Román chapoteó feliz. El agua estaba fría, pero tenía esa pureza que renueva. Tama me dijo al oído: “Este viaje era necesario”. Y yo supe que sí. Que no viajábamos para conocer, sino para encontrarnos.

Al mediodía, comimos bajo un algarrobo. Pan casero, queso, tomates, y ese sabor que sólo tiene la comida cuando se comparte sin apuro. Zarité descansaba a la sombra, y el viento traía olor a pasto recién cortado. Me acordé de mis viejos, de los viajes de infancia, de cuando mirar por la ventana era una forma de imaginar el mundo. Ahora era yo el que conducía, el que armaba las paradas, el que cuidaba. Y eso también tenía algo de sagrado.

En la tarde visitamos el Museo Kurteff, donde el metal se convierte en arte. Román miraba las esculturas con asombro. “Parecen vivas”, dijo. Y sí, había algo vivo en ese lugar: el pulso de las manos que crean, el eco del fuego que transforma.

De vuelta en la cabaña, mientras el sol se escondía, escribí unas líneas en el cuaderno: “Viajar es ver el alma desde otro ángulo. A veces en las curvas de una ruta, a veces en los ojos de quienes amamos.”

La última noche hicimos un asado grande, de despedida. El fuego, una vez más, como centro del universo. El vino corrió lento, el mate también. Hablamos de volver, de futuros viajes, de todo lo que todavía nos falta ver. Román se durmió abrazado a su pelota, y Tama se acurrucó en mi hombro. Zarité miraba el fuego con atención, como si entendiera que esa llama guardaba algo más que calor: guardaba memoria.

Me quedé un rato despierto, mirando las brasas. Pensé en los caminos recorridos: Santa Teresita, Villa Mercedes, San Luis Capital, Merlo. Pero sobre todo pensé en los otros caminos, los invisibles: los del amor, la familia, la paciencia, la ternura. Esos que no se marcan en los mapas, pero que son los que de verdad valen.

Al día siguiente, el regreso fue lento. Córdoba nos esperaba. No por la ruta, sino por el corazón. A veces volver cuesta más que irse. La camioneta avanzaba, pero en el aire quedaban las risas, el fuego, el olor a tierra y a pan. Miré por el espejo retrovisor y vi a Román dormido, con una sonrisa. Tama cantaba bajito, Zarité descansaba entre los pies. Y sentí una paz antigua, de esas que no se explican.

San Luis quedaba atrás, pero algo de su calma viajaba con nosotros.
Y entendí —como cada vez que partimos— que el verdadero destino no es el lugar, sino el modo en que miramos el camino.

Próxima estación, Córdoba…