viernes, 31 de enero de 2025

Estación Bariloche: Los lagos y las llamas: bitácora patagónica en tiempos de fuego

 "No es necesario agregar nada a la verdad histórica, 

porque ésta tiene más fantasías que la propia fantasía" Osvaldo Bayer

Por esos azares que en la Patagonia se sienten como designios de la tierra misma, volví al sur. Bariloche me recibió con el aroma a lenga mojada y el frío que en otras latitudes mata, pero acá despierta. Fui a visitar a primos y tíos, una tribu momentánea reunida no por la sangre sino por el deseo de respirar juntos, aunque fuera por unos días, ese aire que viene de los glaciares y huele a historia. Pero no fue un viaje cualquiera. Fue una peregrinación al sur dolido, al sur incendiado, al sur que resiste.

Bariloche es una postal, sí. También lo era cuando los jerarcas nazis encontraron en sus bosques el mismo silencio que habían envenenado en Europa. Las mismas montañas que ahora fotografían los turistas fueron entonces guarida de asesinos. El lago Nahuel Huapi guarda en sus profundidades secretos que ni los mapuches ni el Ejército quisieron contar. Y sin embargo, entre esas aguas heladas y esos cerros eternos, el pueblo insiste. Y camina. Y canta.

Me bañé en el lago Gutiérrez una tarde en que el sol hacía justicia, por única vez, con el verano. Sumergirse en esas aguas es como ingresar al útero de la tierra. La piel duele. Pero también se limpia. Se limpia del cemento, del olvido, de los discursos huecos. Y ahí, entre la nieve derretida y las piedras milenarias, entendí lo que alguna vez escribió Aimé Painé: “el agua canta cuando el hombre calla”.

En El Bolsón, en cambio, no cantaba el agua: gritaba el fuego. Se propagaba con saña, con la voluntad de quien quiere borrar huellas. No era un accidente. Era una orden. La misma orden que se dio en los años de Roca y su “conquista”, que no fue más que un saqueo. La historia se repite, no como tragedia y farsa, sino como crimen impune. Ardían los bosques para echar a los mapuches, para abrir paso al negocio inmobiliario, a las cabañas de alquiler, al turismo de elite. Las llamas lamían los bordes de los cerros como si quisieran devorarlo todo. El humo tapaba el cielo y en el aire flotaba un duelo antiguo.

Vi una bandera mapuche ondear entre las cenizas. Vi ojos de niño con miedo y de anciana con rabia. Vi, también, a los vecinos organizarse con baldes, con palas, con lágrimas. Vi la dignidad en estado puro. No supe si llorar o escribir, así que hice ambas cosas.

Me uní a una marcha en el Centro Cívico de Bariloche. No éramos muchos, pero sí los suficientes. Había jóvenes con bombos, mujeres con pañuelos, viejos con bastones y verdades. Todos repudiábamos el gobierno de Javier Milei, esa caricatura de poder neoliberal que en su obsesión por privatizar hasta la respiración ha decidido ignorar que los pueblos no son mercancía. Escuché a una mujer decir, micrófono en mano: “Nos quieren muertos, pero estamos vivos. Nos quieren solos, pero estamos juntos”. Y ahí, en esa plaza custodiada por los mismos gendarmes que un día balearon a Rafael Nahuel, el sur habló.

El lago Mascardi me recibió con un silencio que sólo la montaña puede custodiar. En sus orillas fue asesinado Rafael, un joven mapuche, por la espalda. La justicia aún duerme, pero el agua recuerda. Me metí en sus aguas heladas como si fuera un acto de comunión. Como si el frío pudiera lavar la injusticia. No hubo redención, pero sí una certeza: el sur es sagrado. Y como todo lo sagrado, duele cuando se lo profana.

En el lago Guillermo, más escondido, más íntimo, me senté a escribir. Las palabras salían con dificultad. ¿Cómo narrar lo que el viento susurra desde hace siglos? ¿Cómo poner en letra la memoria de los pueblos que aún buscan sus huesos en los faldeos? Entonces pensé en Osvaldo Bayer. En su andar incansable por estas tierras. En su pluma que desenterró verdades como quien rescata a un hermano perdido. Pensé en su defensa de los obreros fusilados en la Patagonia Trágica. En su ternura inquebrantable frente a tanta injusticia. Y me dije: hay que escribir, aunque duela. Hay que contar, aunque quemen.

La Patagonia no es sólo un paisaje. Es un campo de batalla entre la memoria y el olvido. Entre los que quieren alambrarla y los que la caminan. Entre los que la queman y los que la siembran. Volver del viaje no fue regresar al norte: fue traer al norte las voces del sur. Porque allá abajo, donde el viento no pide permiso y los cóndores todavía vuelan, hay un país que resiste, que canta, que grita.

Y mientras el fuego arrasa lo que no puede comprar, y mientras el capital escribe su nombre en los cerros con letras de humo, un puñado de seres humanos —indígenas, vecinos, jóvenes, viejos— sigue creyendo que la tierra no se vende, que la memoria no se negocia, que la dignidad no se calla.

Ese es el sur al que volví. Ese es el sur que me habita.