jueves, 30 de octubre de 2025

El día de Diego, es todos los días.

Un viaje por las palabras. Por los sentimientos. Por el Diego. Pues, en todos los viajes que he emprendido, en mi mochila, hubo una camiseta de Maradona. Hoy, mí hijo, lleva las camisetas de Maradona pegadas en la piel. Les comparto una narrativa del Diego, Román y quién les escribe.

—Papá —dijo Román, con esa seriedad chiquita que tiene cuando algo le importa—, ¿hoy cumple años Diego, no?

Asentí despacio. Afuera ya era tarde y el cielo tenía ese celeste profundo, casi maradoniano, que justo se enciende cuando el día se apaga. Estábamos en su pieza. La camiseta azul y oro colgaba de una silla; la del Napoli estaba doblada sobre la cama. El cuadro de Diego, con los rulos desordenados y la sonrisa más rebelde del mundo, nos miraba.

—Sí, hijo. Hoy cumple años el más grande de todos —respondí, casi como quien dice una verdad sagrada.

Román agarró una figurita que tenía de Diego. La pasó por los dedos como si fuera una estampita de santo. Yo me sonreí. A veces pienso que sin querer estoy criando un pequeño barrabrava filosófico. O un poeta futbolero. O, tal vez, un defensor de los sueños más injustos y hermosos.

—Papá… —dudó un segundo—. ¿Vos lo querías tanto porque hacía muchos goles?

—Hacía magia con la pelota —le dije—. Y eso ya sería suficiente. Pero yo lo quiero más por lo que era afuera de la cancha. Por cómo defendía a los que nadie defendía. Por cómo le hablaba a los poderosos sin agacharse.

Román me miró como quien escucha una historia que quiere que se le meta en el corazón.

—¿Como cuando dijo “Bush es un asesino, prefiero ser amigo de Fidel”? —preguntó, orgulloso de recordar una frase.

—Exacto —respondí riendo—. A algunos les gustan los héroes calladitos. Pero Diego no nacía para callar. Diego nació para incomodar.

Román se quedó serio un instante. Después levantó la vista hacia el cuadro.

—¿Era bueno, papá?… O sea… ¿bueno-bueno?

Respiré hondo. No hay nada más difícil que explicar un héroe real.

—Era humano —contesté—. Y los humanos somos mezcla de luces y sombras. Él lo sabía. “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”, dijo una vez. Eso, hijo, es tener dignidad: reconocer los errores pero no dejar que te quiten lo que construiste con amor.

Román se sentó al borde de la cama y apoyó la cabeza en mi brazo.

—A mí me gusta cuando dice lo del barrio privado —murmuró—. Porque yo también nací en un barrio… no pobre, pero sí conocí chicos en la Pode, sin muchas cosas.

—Eso es hermoso que lo sientas —le dije, despeinándole los rulos—. Diego decía que había nacido en un barrio privado; “privado de agua, de luz, de teléfono". Pero también decía que salir de ahí, sin olvidarte de los tuyos, es más grande que cualquier copa.

Román frunció el ceño, pensando.

—Vos siempre me decís que uno no tiene que olvidarse de dónde viene.

—Claro —respondí—. Porque el que olvida, se pierde. Y también pierde a los suyos. Diego siempre estuvo con los de abajo. ¿Sabés cuántos futbolistas llegan arriba y después se hacen amigos del poder?

—Muchos —dijo Román, como si hubiera vivido diez mundiales—. Pero él no.

—No. Él veía injusticia y saltaba. Él decía cosas que duelen. ¿Te acordás lo que dijo cuando entró al Vaticano? “Cuando entré al Vaticano y vi todo ese oro me convertí en una bola de fuego”. Porque él sabía que con ese oro se podía ayudar a millones.

Román abrió los ojos, enormes.

—Entonces, papá… ¿Diego peleaba?

—Siempre. En una discusión por televisión gritó: “Lástima no se le tiene a nadie, maestro. Pelealo, tenele bronca, pero lástima a nadie”. Era así. Valiente. A veces imprudente. Pero siempre con el corazón del lado correcto.

Hicimos silencio. Ese silencito ritual donde uno se imagina cosas grandes: una pelota girando entre piernas inglesas; un puño en alto; un pueblo festejando en la calle; un país que por un rato fue feliz.

—Papá —dijo Román, casi en susurro—. ¿Qué fue lo de la mano de Dios?

Sonreí despacio. Gran pregunta para un niño. Gran pregunta para cualquiera.

—Fue una “travesura” y un acto de rebelión al mismo tiempo. Los ingleses nos habían humillado en la Guerra de Malvinas. Y él, con una mano chiquita pero gigante, le dijo al mundo que existíamos. Fue injusto… y justo a la vez. Fue humano. Fue poético. Y después hizo el mejor gol de la historia para que nadie dude de quién era el dueño de ese partido.

Román abrió la boca en un “wow” silencioso. Después, como si recordara algo grande, dijo:

—¿Y lo de que “le cortaron las piernas”?

—Eso lo dijo cuando lo sacaron del Mundial del 94 —expliqué—. Fue duro. Lo sacaron por pelear contra los de arriba otra vez. Contra los que manejan la FIFA, la tele, la plata. Cuando lo querían fuera, lo sacaban. Diego lo sufrió. Mucho.

Román bajó la cabeza.

—Pobrecito…

—No, hijo —lo corregí suave, levantándole el mentón—. “Lástima a nadie”. Lo dijiste recién. A Diego no se lo llora solo por triste. Se lo recuerda vivo, peleador. Con una pelota que nunca se mancha. No fue un santo. Pero dejó una luz enorme, ¿entendés?

Román pensó. Se tomó su tiempo. Después dijo:

—Entonces él era como… como un superhéroe raro. No perfecto. Pero de los buenos.

—Ésa es la mejor definición de Maradona que escuché en mi vida —respondí, riéndome y casi llorando.

—¿Y vos por qué lo querés tanto, papá?

—Porque nos enseñó que los sueños valen, aunque nazcas abajo. Que se puede llegar al cielo pateando una pelota con alegría y con bronca. Que se puede estar con los pobres y no pedir perdón por eso. Que cuando todo el mundo te dice que te calles, vos podés gritar más fuerte. Y porque el fútbol nos da alegría, hijo. Él siempre decía que, si volviera a nacer, sería jugador de fútbol.

Román sonrió.

—¿Y vos? ¿Qué querés ser si volvés a nacer?

Lo miré. Qué pregunta. La vida a veces se resume en la voz de un niño.

—Quiero volver a ser tu papá —dije—. Y quiero enseñarte a amar al pueblo, a la justicia, a la pelota, al que no se rinde. Quiero que siempre tengas memoria. Porque si olvidamos, otros deciden por nosotros.

Román me abrazó. Cortito, de esos que dejan calor por dentro.

—Papá —susurró—, si algún día hago un gol… ¿puedo señalar al cielo como Diego?

—Podés —le dije—. Pero más importante: cuando veas una injusticia, también levantá la voz. Porque ahí también está Diego.

Román saltó de la cama, corrió a su cajón y sacó la camiseta del Napoli. Se la puso.

—Vamos a jugar un rato, papá. Hoy tenemos que celebrar.

Me reí. Lo seguí hasta el patio. La pelota nos esperaba. La noche también. En el cielo, la luna parecía una pelota perfecta.

Antes de patear, Román me miró y preguntó:

—Papá… ¿y cuál fue su sueño?

—Tenía dos —respondí—. El primero fue jugar un Mundial y ganarlo. Y lo hizo. El segundo era que todos los chicos tuvieran una pelota y una casa para vivir. Ese… todavía lo tenemos que cumplir nosotros.

Román tomó carrera. Le pegó con el empeine. La pelota salió alta, hermosa, como un sueño en vuelo.

—Papá —gritó riendo—. “Ganarle a River es como que tu mamá te despierte con un beso”. ¡Eso decía Diego! En dos semanas, jugamos el superclásico y tenemos que ganar.

—¡Y qué razón tenía! —le contesté, mientras la pelota caía del cielo como un recuerdo, como una promesa.

Y ahí, entre risa, amor y memoria, entendí una vez más por qué lo seguimos queriendo:
porque Diego no fue eterno por perfecto, sino por humano: porque nos enseñó a no arrodillarnos, porque la pelota, aunque la ensucien otros, no se mancha y porque la infancia, como la patria, se defiende jugando.

Foto 1: La Paternal (Bs As)

Foto 2: Estadio Azteca (México)

Foto 3: Santa Clara (Cuba)

Foto 4: La Quiaca (Jujuy)

Foto 5: Villa María (Córdoba)

Foto 6: Cementerio Argentino (Islas Malvinas)

Foto 7: La Poma (Salta)