martes, 26 de noviembre de 2024

El arte de viajar: Mochilear no es solo trasladarse.

 

Viajar de mochilero por América Latina es aprender a caminar con el corazón abierto y los bolsillos livianos. La mochila no solo guarda ropa y libros, también lleva los miedos y las preguntas que uno carga desde siempre. Se avanza entre terminales polvorientas, colectivos nocturnos que se sacuden como bestias cansadas, y fronteras donde la burocracia parece más pesada que la cordillera.

El camino enseña que la distancia se mide en conversaciones: un mate compartido en Montevideo vale tanto como una cerveza fría en una plaza de Quito; la sonrisa de una anciana en un mercado de Cusco pesa más que cualquier mapa. Se duerme donde se pueda: estaciones, hostales baratos, playas escondidas. Y al despertar, cada sol parece nuevo, como si América fuera un continente que se reinventa a diario.

Mochilear no es solo trasladarse: es escuchar los relatos que las piedras, los murales y las canciones callejeras susurran. Es descubrir que la historia de un pueblo cabe en un plato de sopa o en la voz de un guitarrista en un micro. Es también enfrentarse a la soledad, al hambre y al cansancio, y entender que esas pruebas forman parte de la lección.

Viajar ligero es viajar verdadero. Las fronteras se vuelven invisibles cuando el idioma se mezcla con gestos y risas, cuando la moneda cambia pero la hospitalidad persiste. América Latina es una piel marcada por cicatrices y tatuajes de rebeldía: cada paso es un recordatorio de que en estas tierras la esperanza se resiste a morir.

El mochilero aprende que no hay destino final: el viaje mismo es la patria. Y en cada cruce de caminos, en cada abrazo de despedida, la certeza de que la mochila no se lleva en la espalda, sino en el alma.

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