Viajamos
los cuatro, con la camioneta llena de abrigo, termos y canciones. El viento frío del valle se colaba entre las mochilas, entre los mates que iban
y venían, entre los silencios que se estiraban mirando por la ventanilla. Había
algo de ritual en ese movimiento: dejar atrás Merlo, cruzar el límite
provincial y sentir que el aire cambiaba de forma, que el paisaje se abría como
un viejo libro que nunca terminamos de leer.
Nosotros,
una familia de cuatro cuerpos y una sola alma, íbamos detrás del fuego del
invierno: de un río a otro, de una sierra a otra, de una tarde a la siguiente.
Román miraba todo con ojos nuevos; Zarité dormía entre frazadas, envuelta en el
perfume de la ternura. Tama miraba el horizonte, como quien mide el tiempo no
con relojes sino con latidos. Y yo, al volante, pensaba que viajar con ellos
era la manera más hermosa de detener el mundo.
La
ruta hacia Nono era un camino de curvas y susurros.
En cada subida el cielo se volvía más limpio, y las nubes —esas ovejas del
aire— se recostaban sobre las sierras. A los costados, los árboles desnudos del
invierno parecían escribir un poema en lengua secreta: ramas que se rozan,
hojas que no están, raíces que resisten. Córdoba, en esa estación, tiene una
belleza que no grita. Es una belleza que se insinúa, que se deja descubrir de a
poco, como una conversación alrededor del fuego.
Paramos
en un puesto al costado de la ruta. Un hombre vendía pan casero y miel. Tenía
las manos agrietadas, el gesto amable, y nos contó que hacía años no caía tanta
helada. Nos dio una bolsa con pan recién hecho y una sonrisa tibia que se
agradece más que el sol. Comimos ahí mismo, con las montañas detrás, y el aroma
del pan recién abierto nos hizo recordar que los viajes también son eso:
momentos en que lo simple se vuelve sagrado.
Nono
nos recibió con el rumor del río Chico, que corría como un espejo de invierno. Las piedras brillaban de humedad, y el agua parecía venir de otro tiempo. Nos acercamos al borde: Román tiró una piedra y dijo que quería ver si flotaba.
Nos reímos los cuatro. Zarité balbuceó un sonido que nadie entendió pero que,
de algún modo, nos unió en un mismo idioma. El frío era hondo, pero no dolía.
Había algo protector en esa quietud del valle, como si el río nos abrazara sin
moverse.
Caminamos
por el pueblo, vimos casas antiguas, murales, artesanos que tallaban figuras de
madera. Un cartel decía: “El tiempo pasa distinto acá”. Y era verdad. El reloj parecía haberse quedado dormido entre las montañas. En
la plaza, los niños jugaban sin miedo al frío. Nos sentamos en un banco a mirar
el cielo, y alguien dijo —no sabemos quién— que el viaje recién empezaba.
La
tarde cayó como una manta sobre el valle. Encendimos un fuego pequeño frente a
la cabaña. El humo subía en espirales, y el crepitar de la leña se mezclaba con
nuestras voces. Asado, pan, vino. Conversaciones que iban de lo trivial a lo
eterno: el futuro, la infancia, los sueños que aún no se animan a decir su nombre.
Román pidió una historia antes de dormir, y Tama le contó una sobre un viajero
que perseguía luciérnagas en la noche. Zarité se durmió escuchando esa voz que
calma, mientras el fuego se apagaba despacio, como si también tuviera sueño.
Al
día siguiente, salimos rumbo a Mina Clavero. El sol apenas asomaba, y el valle se cubría de un velo de neblina. La ruta era un puente entre la nostalgia y la aventura. Paramos en un mirador: desde allí se veía todo el mundo. O al menos eso pareció cuando Román dijo: “Mirá, papá, allá está el cielo
tocando la tierra”. Nos reímos, pero su frase nos quedó dando vueltas todo el
día.
A
los pocos días partimos hacia Tanti. La ruta subía entre curvas que parecían
dibujadas por un dios caprichoso. El cielo cambiaba de color a cada kilómetro. Nos detuvimos a mirar un lago quieto, de un azul tan profundo que dolía. El aire tenía ese perfume a pino y tiempo detenido que solo las sierras saben
guardar. Tama preparó café en el termo, y mientras lo servía dijo algo que me
quedó resonando: “Viajar en invierno es como hablar bajito con el paisaje”.
El
primo Martín apareció con su sonrisa franca y un abrazo que crujió como el
invierno mismo. Nos llevó a conocer su casa, donde las paredes tenían agujeros
y guitarras colgando. “En el invierno hay que cantar más”, dijo. Esa noche, mientras la luna llenaba de plata las sierras, compartimos vino,
música y memorias.
Tanti
nos recibió con una mezcla de nostalgia y bienvenida. El pueblo, con sus casas de piedra, parecía saber que llegábamos. Visitamos un pequeño museo local donde una mujer mayor contaba historias de los
primeros pobladores. Habló de los comechingones, de los caminos que unían las
sierras antes de las rutas, de cómo el fuego era el centro de la vida. Román la escuchaba con los ojos grandes, y yo sentí que esa historia también
nos pertenecía, como si el viaje fuera una forma de recordar de dónde venimos.
Esa
noche el frío fue más intenso. Encendimos otro fuego, esta vez al aire libre.
Las brasas iluminaban los rostros: Tama en silencio, Zarité dormida en brazos,
Román jugando con una ramita, yo mirando el cielo. El humo subía hacia las
estrellas, y el olor a leña mojada me llevó de vuelta a la infancia. Pensé en
lo frágil y lo infinito de estos momentos. En cómo el amor también viaja, se
adapta, toma la forma del paisaje. En cómo los hijos crecen, y cada viaje es
una manera de retenerlos un poco más en ese “nosotros” que el tiempo insiste en
desarmar.
Al
día siguiente, cuando emprendimos el regreso, el paisaje se despedía con un
tono de eternidad. Las sierras, envueltas en neblina, parecían guardianas de lo
vivido. Román dormía, Zarité balbuceaba sueños, Tama sonreía mirando por la
ventana. Y nosotros —esa familia que camina y se busca, que ama y se cansa, que
ríe y calla— entendimos que viajar no es irse: es volver distinto.
En
el espejo retrovisor, el camino se achicaba, pero dentro de nosotros el viaje
seguía creciendo. En el ruido del motor, en el mate compartido, en la promesa
de volver. Porque hay viajes que no terminan cuando uno llega. Hay viajes que siguen, suaves, en el modo en que nos miramos, en el fuego que
encendemos en casa, en la voz de los hijos cuando nombran un lugar y lo hacen
eterno.
El
invierno, mientras tanto, se quedaba atrás, con sus días cortos y su luz mansa. Pero algo de él viajaba con nosotros: la certeza de que el frío también abriga
cuando hay amor alrededor. Y así seguimos, los cuatro, hacia adelante. Con el corazón lleno de montañas, con el alma envuelta en el humo del último
fuego, con la sensación de que en cada viaje —por más breve que sea— se juega
un pedacito de eternidad.
Próxima
estación, San Pedro.
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