sábado, 12 de agosto de 2023

Estación San Pedro

 

Viajábamos los cuatro en la camioneta, el aire fresco de invierno colándose por las ventanillas, mientras los recuerdos de San Luis y Córdoba todavía olían a leña, a río y a sierras. Román dormía con la cabeza apoyada en la ventanilla, Zarité miraba la carretera con la calma de quien entiende que viajar es también un acto de contemplación, y Tama silbaba bajito canciones que parecían encajar con el paisaje que pasaba veloz frente a nosotros. Nosotros, como siempre, éramos un solo cuerpo de familia, respirando por la misma ruta, compartiendo la misma memoria.

San Pedro nos recibió con una luz distinta, más suave, más clara, como si la ciudad misma supiera que necesitábamos detenernos. La primera noche la pasamos instalándonos en la cabaña, desempacando los recuerdos que traíamos de los otros viajes y preparando un fuego para cenar juntos. La rutina de cocinar al aire libre, preparar mates y escuchar a Román reír, nos reconectaba con lo simple y lo esencial: que la familia es un viaje que no termina, que se renueva a cada paso, a cada parada.

A la mañana siguiente, decidimos recorrer la costanera del Paraná. Salimos temprano, todavía con la niebla pegada al río y el sol de invierno despuntando tímido detrás de los árboles. La costanera estaba tranquila, con pocas personas paseando, algunas corriendo, otras simplemente mirando el agua. El Paraná se extendía ancho, sereno, pero con un pulso antiguo, con el eco de todos los barcos, de todas las historias que habían pasado por ahí.

Nos detuvimos frente al río, dejando que el aire nos despejara la mente y nos recordara la magnitud del tiempo. Román recogía piedritas y las arrojaba al agua, haciendo círculos que se perdían lentamente en la corriente. Zarité, curioso y alegre, olfateaba cada rincón, acercándose al borde como si quisiera comprender la profundidad del río. Tama tomó mate y se sentó en un banco de madera, mientras yo la observaba con una mezcla de amor y asombro: la vida simple y pura que se despliega en los gestos cotidianos.

Desde allí, caminamos hacia el monumento histórico de Vuelta de Obligado. La carretera se abría entre árboles y campos que olían a tierra húmeda y pasto recién cortado. Al llegar, nos encontramos con la historia desplegada frente a nuestros ojos: la angostura del Paraná, los restos de cañones, la placa conmemorativa y la estela de aquellos hombres y mujeres que, en 1845, se enfrentaron a la invasión extranjera con una valentía que parecía suspendida en el aire.

Román se quedó callado, mirando los cañones. Le expliqué, con palabras sencillas, que allí la historia había sido un acto de coraje, de defensa del territorio y de la identidad. Tama me tomó la mano mientras recorríamos el lugar, y sentí que nuestra presencia allí no era sólo turística: era un acto de memoria compartida, de conexión con el pasado y con los valores que nos sostienen.

Subimos hasta los miradores que permiten ver la curva del río y los restos de los fuertes que alguna vez resistieron el avance. Desde arriba, el Paraná se veía infinito, un hilo de plata que llevaba siglos de historias. El viento era frío, pero limpio, como si también él quisiera recordarnos la importancia de permanecer atentos, de no olvidar.

Zarité correteaba alrededor nuestro, y sus movimientos libres contrastaban con la solemnidad del lugar. Román, por su parte, hacía preguntas con la intensidad de quien quiere comprender todo de golpe: “Papá, ¿por qué vinieron barcos de otros países? ¿Y por qué lucharon?” Le conté que a veces hay que defender lo propio, no por odio sino por amor a la tierra, a la gente y a lo que nos hace ser quienes somos. Tama añadió, como complemento, que la memoria no solo se guarda en libros, sino también en los lugares, en las piedras, en los ríos que siguen corriendo y recordando.

Nos quedamos un rato en silencio, contemplando el río y el paisaje que se extendía más allá de nuestra mirada. El sol de invierno caía bajo, dando un tono dorado a las sierras lejanas y a los campos que bordean la costa. Sentí, con una emoción que me recorría de pies a cabeza, que este viaje no solo era un retorno hacia Santa Teresita, sino también una manera de acercarnos al pasado, de aprender de él, de permitir que los niños vivan la historia como algo que late, que respira, que se puede tocar con los pies y sentir con el corazón.

Volvimos por la costanera, disfrutando del viento que traía olor a río y a historia. Román corría adelante, con esa energía que parece inagotable, mientras Tama y yo lo observábamos con ternura. Zarité se quedó dormida por fin, acurrucada entre mantas y recuerdos. La caminata nos dejó con una sensación de plenitud silenciosa: haber estado juntos, haber compartido el río, las piedras, los cañones, la memoria y la risa, todo en un solo día.

Por la tarde, regresamos a la cabaña y preparamos un asado sencillo, mientras el humo del fuego subía hacia el cielo gris de invierno. Román nos contaba sus propias historias, inventadas a partir de lo que habíamos visto, mezclando realidad y fantasía. Tama le escuchaba atentamente, con la mirada que mezcla orgullo y complicidad. Zarité despertó y se sumó a los abrazos, los mates y los aromas del asado.

Nosotros nos sentamos alrededor del fuego, compartiendo silencios y palabras, recuerdos y sueños. El viento se colaba por las ventanas y nos recordaba que afuera el mundo seguía, que el río seguía, que la historia seguía, pero que nosotros teníamos este instante, este viaje, este nosotros que se reconstruye en cada parada.

Al día siguiente, antes de retomar la ruta hacia Santa Teresita, caminamos nuevamente por la costanera. El Paraná estaba más calmo, casi dormido. Nos sentamos un rato en el banco donde la luz del sol tocaba el agua y nos vimos reflejados en la superficie. Román dejó caer una hoja en la corriente, y nosotros dejamos que la mirada se perdiera, acompañando el viaje de ese pequeño objeto.

Tama me tomó la mano y dijo que sentía que cada viaje nos enseñaba algo: a mirar, a escuchar, a estar presentes. Y yo asentí, pensando que incluso en la melancolía que trae el regreso, había una alegría profunda: la certeza de que el camino compartido fortalece lo que somos, lo que tenemos y lo que podemos llegar a ser juntos.

Empacamos la camioneta, cargamos los recuerdos, el fuego y la memoria, y retomamos la ruta hacia Santa Teresita. Atrás quedaban los lagos, los ríos, las sierras, las plazas, los museos, los asados, los mates, los juegos y las risas. Pero también quedaba algo más profundo: la conciencia de que los lugares que visitamos no solo nos muestran paisajes, sino también la historia que nos construye y la posibilidad de vivirla juntos.

Román dormía de nuevo, Zarité se acomodaba para el viaje, Tama y yo nos mirábamos con la complicidad de quienes saben que cada kilómetro nos devuelve algo más que distancia: nos devuelve la certeza de que somos familia, que la historia nos acompaña, y que cada viaje, incluso de regreso, es un acto de amor y memoria compartida.

El viaje continuaba, con la carretera extendiéndose frente a nosotros y el Paraná dejando su huella en la memoria. Cada curva, cada río, cada banco de la costanera era un recordatorio de que la vida se construye en movimiento, en la compañía de quienes queremos y en el cuidado de lo que nos hace ser quienes somos.

San Pedro quedaba atrás, pero su río y su historia viajaban con nosotros, invisibles pero presentes, como el eco de un tiempo que no termina de pasar y la certeza de que siempre hay un lugar donde detenerse, mirar y recordar juntos.

Próxima estación, esperanza…

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