Viajábamos
los cuatro en la camioneta, el aire fresco de invierno colándose por las
ventanillas, mientras los recuerdos de San Luis y Córdoba todavía olían a leña,
a río y a sierras. Román dormía con la cabeza apoyada en la ventanilla, Zarité
miraba la carretera con la calma de quien entiende que viajar es también un
acto de contemplación, y Tama silbaba bajito canciones que parecían encajar con
el paisaje que pasaba veloz frente a nosotros. Nosotros, como siempre, éramos
un solo cuerpo de familia, respirando por la misma ruta, compartiendo la misma
memoria.
San
Pedro nos recibió con una luz distinta, más suave, más clara, como si la ciudad
misma supiera que necesitábamos detenernos. La primera noche la pasamos instalándonos
en la cabaña, desempacando los recuerdos que traíamos de los otros viajes y
preparando un fuego para cenar juntos. La rutina de cocinar al aire libre,
preparar mates y escuchar a Román reír, nos reconectaba con lo simple y lo
esencial: que la familia es un viaje que no termina, que se renueva a cada
paso, a cada parada.
A
la mañana siguiente, decidimos recorrer la costanera del Paraná. Salimos
temprano, todavía con la niebla pegada al río y el sol de invierno despuntando
tímido detrás de los árboles. La costanera estaba tranquila, con pocas personas
paseando, algunas corriendo, otras simplemente mirando el agua. El Paraná se
extendía ancho, sereno, pero con un pulso antiguo, con el eco de todos los
barcos, de todas las historias que habían pasado por ahí.
Nos
detuvimos frente al río, dejando que el aire nos despejara la mente y nos
recordara la magnitud del tiempo. Román recogía piedritas y las arrojaba al
agua, haciendo círculos que se perdían lentamente en la corriente. Zarité,
curioso y alegre, olfateaba cada rincón, acercándose al borde como si quisiera
comprender la profundidad del río. Tama tomó mate y se sentó en un banco de
madera, mientras yo la observaba con una mezcla de amor y asombro: la vida
simple y pura que se despliega en los gestos cotidianos.
Desde
allí, caminamos hacia el monumento histórico de Vuelta de Obligado. La
carretera se abría entre árboles y campos que olían a tierra húmeda y pasto
recién cortado. Al llegar, nos encontramos con la historia desplegada frente a
nuestros ojos: la angostura del Paraná, los restos de cañones, la placa
conmemorativa y la estela de aquellos hombres y mujeres que, en 1845, se
enfrentaron a la invasión extranjera con una valentía que parecía suspendida en
el aire.
Román
se quedó callado, mirando los cañones. Le expliqué, con palabras sencillas, que
allí la historia había sido un acto de coraje, de defensa del territorio y de
la identidad. Tama me tomó la mano mientras recorríamos el lugar, y sentí que
nuestra presencia allí no era sólo turística: era un acto de memoria
compartida, de conexión con el pasado y con los valores que nos sostienen.
Subimos
hasta los miradores que permiten ver la curva del río y los restos de los
fuertes que alguna vez resistieron el avance. Desde arriba, el Paraná se veía
infinito, un hilo de plata que llevaba siglos de historias. El viento era frío,
pero limpio, como si también él quisiera recordarnos la importancia de
permanecer atentos, de no olvidar.
Zarité
correteaba alrededor nuestro, y sus movimientos libres contrastaban con la
solemnidad del lugar. Román, por su parte, hacía preguntas con la intensidad de
quien quiere comprender todo de golpe: “Papá, ¿por qué vinieron barcos de otros
países? ¿Y por qué lucharon?” Le conté que a veces hay que defender lo propio, no
por odio sino por amor a la tierra, a la gente y a lo que nos hace ser quienes
somos. Tama añadió, como complemento, que la memoria no solo se guarda en
libros, sino también en los lugares, en las piedras, en los ríos que siguen
corriendo y recordando.
Nos
quedamos un rato en silencio, contemplando el río y el paisaje que se extendía
más allá de nuestra mirada. El sol de invierno caía bajo, dando un tono dorado
a las sierras lejanas y a los campos que bordean la costa. Sentí, con una
emoción que me recorría de pies a cabeza, que este viaje no solo era un retorno
hacia Santa Teresita, sino también una manera de acercarnos al pasado, de
aprender de él, de permitir que los niños vivan la historia como algo que late,
que respira, que se puede tocar con los pies y sentir con el corazón.
Volvimos
por la costanera, disfrutando del viento que traía olor a río y a historia.
Román corría adelante, con esa energía que parece inagotable, mientras Tama y
yo lo observábamos con ternura. Zarité se quedó dormida por fin, acurrucada
entre mantas y recuerdos. La caminata nos dejó con una sensación de plenitud
silenciosa: haber estado juntos, haber compartido el río, las piedras, los
cañones, la memoria y la risa, todo en un solo día.
Por
la tarde, regresamos a la cabaña y preparamos un asado sencillo, mientras el
humo del fuego subía hacia el cielo gris de invierno. Román nos contaba sus
propias historias, inventadas a partir de lo que habíamos visto, mezclando
realidad y fantasía. Tama le escuchaba atentamente, con la mirada que mezcla
orgullo y complicidad. Zarité despertó y se sumó a los abrazos, los mates y los
aromas del asado.
Nosotros
nos sentamos alrededor del fuego, compartiendo silencios y palabras, recuerdos
y sueños. El viento se colaba por las ventanas y nos recordaba que afuera el
mundo seguía, que el río seguía, que la historia seguía, pero que nosotros
teníamos este instante, este viaje, este nosotros que se reconstruye en cada
parada.
Tama
me tomó la mano y dijo que sentía que cada viaje nos enseñaba algo: a mirar, a
escuchar, a estar presentes. Y yo asentí, pensando que incluso en la melancolía
que trae el regreso, había una alegría profunda: la certeza de que el camino
compartido fortalece lo que somos, lo que tenemos y lo que podemos llegar a ser
juntos.
Empacamos
la camioneta, cargamos los recuerdos, el fuego y la memoria, y retomamos la
ruta hacia Santa Teresita. Atrás quedaban los lagos, los ríos, las sierras, las
plazas, los museos, los asados, los mates, los juegos y las risas. Pero también
quedaba algo más profundo: la conciencia de que los lugares que visitamos no
solo nos muestran paisajes, sino también la historia que nos construye y la
posibilidad de vivirla juntos.
Román
dormía de nuevo, Zarité se acomodaba para el viaje, Tama y yo nos mirábamos con
la complicidad de quienes saben que cada kilómetro nos devuelve algo más que
distancia: nos devuelve la certeza de que somos familia, que la historia nos
acompaña, y que cada viaje, incluso de regreso, es un acto de amor y memoria
compartida.
El
viaje continuaba, con la carretera extendiéndose frente a nosotros y el Paraná
dejando su huella en la memoria. Cada curva, cada río, cada banco de la
costanera era un recordatorio de que la vida se construye en movimiento, en la
compañía de quienes queremos y en el cuidado de lo que nos hace ser quienes
somos.
San
Pedro quedaba atrás, pero su río y su historia viajaban con nosotros,
invisibles pero presentes, como el eco de un tiempo que no termina de pasar y
la certeza de que siempre hay un lugar donde detenerse, mirar y recordar
juntos.
Próxima estación, esperanza…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
