"Para
que nada nos separe, que no nos una nada. Pero mi cuerpo siempre te conocerá,
mi pensamiento siempre te recordará, cada canción, imagen u olor a mí te
traerá." Pablo Neruda
Hay viajes que no se planean, sino que se sienten.
No en el bolsillo ni en el mapa, sino en el pecho. Viajes que son como cartas
largamente escritas y que por fin se entregan, aunque uno no sepa bien quién
será el destinatario. Así fue cruzar la cordillera desde Bariloche a
Concepción. No un cruce turístico, sino existencial. No una postal, sino un
suspiro.
Salí de Bariloche con el cuerpo aún frío del lago
Mascardi y el alma encendida por la marcha en el Centro Cívico. Llevaba en la
mochila el eco de los tambores, el olor a humo de El Bolsón y las risas tibias
de mis primos y de mi tía. Me dolía partir, pero algo en mí sabía que ese
camino también era necesario.
La estación de buses de Bariloche tiene esa mezcla
entre albergue y sala de espera de hospital público. Gente que llega con sueños
ajenos y se va con pesares propios. Me senté con el abrigo amarrado a la
mochila, como si abrazarme fuera un modo de resistir el clima. Afuera, la
cordillera se dibujaba azul y blanca, casi indiferente al movimiento humano.
Saqué un café de máquina. Malo. Hirviente. Suficiente.
El bus llegó puntual. La ruta hacia el Paso
Cardenal Samoré tiene esa belleza brutal que te obliga a mirar aunque tengas
sueño. Cierros cubiertos de nubes bajas, lengas que se doblan como viejos
sabios y un silencio que ningún motor puede romper del todo. En mi asiento, el
vidrio empañado era una especie de espejo. Me vi solo. Completamente solo. Y
sentí el hueco. Tama. Román. Zarité. Como si llevara un costal invisible con
sus nombres a cuestas.
A veces uno extraña de manera previsible: una risa,
un perfume, una voz. Pero ese día, cruzando la frontera, me sorprendí
extrañando las pequeñas cosas. La forma en que Tama se acomoda el pelo detrás
de la oreja. Cómo Román corre de puntitas cuando se emociona. El ronroneo sordo
de Zarité cuando el mundo se pone hostil. Y ahí, entre aduanas y controles, se
me humedecieron los ojos.
Temuco apareció de pronto, como esas ciudades que
no se anuncian: están. Bajé con el cuerpo entumecido y el corazón aún más. Era
tarde, no demasiado, pero el frío parecía de madrugada. Las luces de la
terminal eran blancas y tristes, como las de un hospital. Me refugié en un café
donde las tazas eran chicas y las cucharitas aún más. Me temblaban las manos.
No sabía si de frío o de memoria.
Esperar en Temuco fue esperar sin saber qué se
espera. Miraba los rostros como si todos escondieran un mensaje, una señal.
Recordé una frase de mi abuelo que leía a Marx y a Benedetti con la misma
devoción: "En los viajes largos no sólo cruzás caminos, también cruzás
tus sombras." Y ahí estaban, mis sombras, sentadas junto a mí en la
terminal. La duda, el cansancio, la necesidad de una respuesta que no llega.
Dormí poco. En una silla incómoda. Soñé con una
risa que no escuchaba hacía años. Y amanecí con una certeza: ya no era el mismo
que había salido de Bariloche.
El bus a Concepción partió con la promesa de un sur
distinto. Me dolía la espalda y el alma. Pero había algo más fuerte: el
encuentro. Diez años sin ver a Yohan. Diez años de distancias cruzadas por
mensajes breves, saludos en fechas históricas y emojis que no alcanzan. Él,
cubano, luchador silencioso. Yo, viajero intermitente, con las raíces partidas.
Nos habíamos prometido ese abrazo hace una década. Por fin, se iba a dar.
El camino fue largo. Lento. Gris. Pero Chile tiene esa dignidad austera en su geografía: no te promete nada, pero si estás atento, te lo da todo. Cordones montañosos que se desarman en valles verdes. Ríos que serpentean como cicatrices vivas. Casas de madera que parecen esconder historias en cada listón. Y gente. Gente que espera, que trabaja, que no pregunta.
Concepción apareció como un respiro. Ciudad de
puentes, de ríos, de lluvias constantes. El bus se detuvo. Me bajé con el
cuerpo torpe. La mochila más liviana, pero el corazón más pesado. Lo vi desde
lejos. Yohan. Más canas, más firmeza. Nos abrazamos largo, de esos abrazos que
desatan el nudo del tiempo. No hizo falta hablar mucho. En realidad, nunca hizo
falta. Los amigos verdaderos no necesitan relleno.
Fuimos a su casa en el auto de Andrea, su
compañera. Me habló de sus años en Chile, de los inviernos sin Caribe, de las
ollas comunes durante el estallido, de su nostalgia por La Habana vieja y de su
amor por la dignidad chilena. Yo lo escuchaba con atención y un poco de
envidia. Porque a pesar de la distancia, él parecía haber encontrado su sitio.
En el departamento, olía a porotos con ají. Me
ofreció un vino y brindamos por el reencuentro. Le hablé de mi viaje, de los
lagos helados, del fuego en El Bolsón, de la marcha en Bariloche. Le hablé de
mi familia, del amor que extrañaba como si me doliera el cuerpo. Y él, con su
tono cálido y su mirada profunda, dijo algo que aún resuena: "Hay
viajes para volver, y hay viajes para no olvidarse de volver."
Dormí esa noche con el ruido de la lluvia golpeando
el techo. Y soñé con Román, con su manito apretada en la mía, caminando por un
bosque de lengas. Soñé con Tama, leyéndome un poema que no entendía pero que me
conmovía igual. Soñé con Zarité, dormida a los pies de mi cama, ronroneando
como si el mundo no doliera.
Y al despertar, supe que el viaje aún no había
terminado. Porque ahora comenzaba el regreso.
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