sábado, 8 de febrero de 2025

Estación Chile: Concepción y el eco de los abrazos

Caminando, caminando voy buscando libertad ojala encuentre camino para seguir caminando. Víctor Jara

Desperté con el rumor de la lluvia resbalando por las chapas del techo. No había reloj cerca, pero supe que era temprano. Esa clase de temprano que sólo existe en las ciudades del sur: húmedo, gris, pero lleno de presencias. Yohan ya estaba despierto, con una taza humeante entre las manos y un libro de Soiciología abierto sobre la mesa. Me saludó con una sonrisa que era más caribeña que el cielo y me ofreció café. Esta vez, uno bueno.

Nos sentamos en silencio. A veces no hay que decir mucho para estar juntos. Las palabras sobran cuando hay memoria compartida. Diez años atrás nos habíamos abrazado por última vez en Camagüey, Cuba, bajo un cielo limpio de mayo, jurándonos que el tiempo no nos ganaría la pulseada. Y ahí estábamos, cumpliéndolo. Venciendo al olvido a fuerza de afecto.

Salimos a caminar por Concepción. La ciudad se abría paso entre soles y resistencias. “Esta ciudad tiene memoria”, me dijo Yohan, mientras pasábamos por la Universidad. “Aquí quemaron libros, persiguieron estudiantes, desaparecieron obreros. Pero también aquí nació Víctor Jara. Y el canto no ha sido silenciado del todo”. Lo escuché como quien escucha una oración laica. En su voz había historia, pero también esperanza.

Pasamos por murales desgastados que hablaban del estallido social, del 2019, de los cabros que salieron a la calle con piedras en la mano y dignidad en el pecho. Yohan me contó de las marchas, de las asambleas populares, de las ollas comunes en la plaza. “Chile despertó, hermano”, me dijo. Y en su mirada había una mezcla de orgullo y cansancio.

Yo venía de una Argentina donde la memoria también arde. Del fuego en El Bolsón que intenta borrar rastros mapuches. De un presidente que desprecia la historia como si fuera un lastre. De un pueblo que resiste, sí, pero que sangra. Le hablé de eso. De la tristeza que me provoca ver a la gente comer de la basura mientras los ricos sonríen en cadena nacional. Yohan no dijo nada al principio. Me miró con los ojos llenos de Cuba y me abrazó.

“Esto que sentimos, esto que duele, es también un privilegio”, dijo al fin. “Porque no estamos anestesiados. Porque todavía nos indigna. Porque todavía soñamos.” Y entendí. La sensibilidad, incluso cuando duele, es una forma de no rendirse.

Caminamos hasta el río Bío Bío. Amplio, calmo, casi indiferente. Como si contuviera siglos de historia bajo su corriente. Me detuve a mirar las aguas y pensé en todos los cruces que había hecho en el viaje. El de los Andes, sí. Pero también el de la nostalgia. El del reencuentro. El de la paternidad. Porque en cada paso había sentido el eco de Román, su vocecita preguntando cuándo volvía. De Tama, su abrazo largo y lleno de sentido. De Zarité, su cola quieta esperando tras la puerta.

Ahí, en ese río inmenso, me permití un gesto infantil. Escribí sus nombres con el dedo sobre la baranda húmeda: “Tama. Román. Zarité.” Como quien deja un rastro invisible para no perder el camino de regreso.

Esa noche, Yohan cocinó congrí. Me dijo que era receta de su abuela, “una vieja bruja habanera que curaba con plantas y cantos”. Mientras cocinaba, puso música: Silvio, Pablo, Buena Vista. Cuba sonando en Chile, conmigo como testigo. Comimos lento, como se come entre amigos que no quieren que la noche termine. Me habló de su militancia, de su trabajo, del idioma que ya mezcla acentos. Me habló de su pareja, de sus miedos, de su fe en la educación popular.

Yo le hablé de los míos. De las clases en el Plan Fines, de mis estudiantes adultos, de cómo el aula puede ser una trinchera si se la habita con amor. Le hablé de mi familia, de mi deseo de criar a Román en un mundo donde el amor no sea excepción, sino regla. Y en ese diálogo entre cubano y argentino, entre dos sobrevivientes del desencanto, construimos una trinchera común.

Antes de dormir, me mostró unas fotos de su infancia. Calles de La Habana. Bicicletas oxidadas. El mar como fondo eterno. Y me dijo: “Lo que más extraño de Cuba no es el mar. Es la gente. La forma en que te saludan, aunque no te conozcan. El modo en que te miran como si fueras parte del barrio.” Lo entendí sin esfuerzo. Porque algo de eso había traído en el abrazo de ese reencuentro.

Al día siguiente, fui al mercado de Concepción. Compré café, unas zapatillas para Román y un libro de Neruda viejo y usado, con dedicatoria incluida: “Para que nunca falte la ternura.” Volví caminando bajo la lluvia. Pensé en mi madre, que siempre decía que la lluvia lava los pensamientos. Pensé en mi viejo, que está viviendo leyendo diarios viejos como quien busca claves en un rompecabezas roto. Pensé en mí, con el alma empapada, pero viva.

Me senté un rato frente al río. Saqué el cuaderno que llevaba en la mochila. Empecé a escribir esto. Con los dedos fríos, con el corazón caliente. Porque los viajes no terminan cuando se baja del bus. Terminan cuando se entiende por qué se hicieron.

Al quinto día, me despedí de Yohan con otro abrazo largo. Le prometí que no pasarían diez años más. Me miró fijo y dijo: “Sabés dónde estoy. Y sabés que siempre habrá café.” Nos reímos. Como dos cómplices que saben que lo importante no está en el punto de llegada, sino en la ruta que los une.

En la terminal, antes de tomar el bus de regreso, me quedé un rato observando a la gente. Rostros cansados. Bolsos llenos de ropa y esperanzas. Me sentí uno más. Un cuerpo en tránsito. Pero también un alma que había cruzado algo más que un país. Había cruzado la Cordillera, la incertidumbre, la soledad. Y había encontrado abrigo.

Volveré. A Bariloche. A mi familia. Pero también volveré a Concepción, algún día, cuando el corazón lo pida. Porque hay lugares donde uno deja parte de sí. Y hay abrazos, como el de Yohan, que sirven para recordar que el mundo aún guarda calor en medio de tanto hielo.

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