Allí donde el mundo se maquilla para salir en la foto,
llegamos nosotros, descalzos y sin prisa.
Punta del Este brillaba, pero Román solo quería arena.
Y la encontró. Y se la comió.
Porque a los uno, todo se prueba con la boca.
Hasta el mar.
Gonzalo miraba
los yates como quien espía otros sueños.
Y Tamara, con el pelo al viento,
reía como si el viento le hiciera cosquillas en el alma.
La mano gigante
salía de la arena.
Román se acercó y le dio la suya.
Dos manos: una de piedra, otra de carne.
Y por un segundo, el arte fue abrazo.
Comimos en un
lugar caro.
Tan caro, que lo más barato fue la risa.
Porque reír juntos ahí,
entre turistas bronceados y mozos con moños,
era como tirar una bomba de ternura en medio del marketing.
Punta del Este
se quedó atrás.
Brillante, sí.
Pero lo que brillaba de verdad venía con nosotros en el asiento de atrás,
dormido, con los labios llenos de arena.
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