martes, 3 de junio de 2014

Estación Otavalo



"Las ofertas de paz de Benalcázar y de nuestros enemigos no van encaminadas sino a sacarnos el tesoro que ellos piensan que está en Quito, para apoderándose de ello hacer lo mismo de nuestras mujeres e hijos y privarnos absolutamente de la libertad, como la experiencia de Cajamarca lo ha demostrado...

Estas cosas nos muestran que por nosotros ha de pasar lo mismo con tanta afrenta y deshonras, que antes que verlas no quisiéramos ser nacidos. Y, pues que nuestras muertes han de ser a sus manos padeciendo tan cruel y terrible servidumbre, mejor es que muramos luego con sus armas y debajo de su caballo, quedándonos a lo menos este contento de haber (por la defensa de nuestros dioses, de la Patria y de la libertad) hecho nuestro deber con honradez."

Rumiñahui


Dejamos Colombia para sumergirnos en las corrientes pacificas de las costas ecuatorianas.
Impulsados por las ansias de descubrimiento, atravesamos la frontera colombiana y pisamos el suelo de Ecuador. Llegamos bien temprano a la terminal de Ipiales y de allí tomamos una buseta hasta la frontera. Sellamos nuestros pasaportes en el puesto de migración colombiano. Allí, atravesamos el puente internacional que separa a ambos países y nos embarcamos en una nueva buseta con destino a la terminal de Tulcán, donde tomaos un bus hacia Otavalo por un dólar y medio ($15).
En la ciudad nos recibió un calorcito gratificante. Bajamos del colectivo en plena avenida y de allí caminamos unas quince cuadras hasta el centro. Luego de una hora de espera, encontramos un alojamiento acorde a nuestro presupuesto.
El hostal se llamaba “Tamia-tuki” y abonamos diez dólares por noche de estadía, en una habitación con tele y baño privado. Además, el lugar contaba con cocina. Estaba ubicado a dos cuadras de Plaza del Poncho: lugar increíble, lleno de puestos en los que venden sus mercaderías toda clase de artesanos.
En Otavalo nos hospedamos tres noches en las que caminamos las calles del pueblo, sus plazas y vías de un ferrocarril en expansión.
El segundo día de estadía partimos temprano hacia el “Parque Peguche”, bosque en el que habita a comunidad “FACCA LLACTA”. Imposible describir con exactitud la inmensidad de aquella pequeña selva en el centro de la montaña: el verde desborda por los ojos, árboles ancestros abrazan la quietud del espacio y arrullan a mariposas y pájaros de todos los colores. Varios caminos de piedras guían los pasos de los transeúntes que visitan el lugar.
Ese domingo, la pacha agració al suelo húmedo con gotas de lluvia suavecitas, casi imperceptibles. La caminata desde el centro de Otavalo nos había deja exhaustos pero al percibir tremenda inmensidad, nuestro cuerpo agradeció la fatiga y, extenuado de felicidad, descansó en el centro de una cueva natural de la que nacía una cascada transparente que llenaba de música el ambiente.
Decidimos acampar en el corazón de la cascada y, acompañados de su melodía, cocinamos unas pastas salteadas con verduras. Almorzamos felices, agradeciendo en  cada bocado, la gracia de que nuestros sentidos perciban semejante paisaje.
Nuestra pacha amada, feliz de nuestra compañía,  nos retribuyó con un sol resplandeciente. Abandonamos la cueva y recorrimos las entrañas del Peguche, emocionados en cada paso, admirados al tocar, oler y sentir las caricias que nos brindaban las gotas de agua, las hojas de los arboles, el canto de os pájaros, los suspiros de ancestros que habitaban esos verdes y hoy moran ahí, cuidando la selva, el agua y a los animales.
Extasiados de inmensidad, regresamos a Otavalo, de camino un pana vecino nos acercó hasta el centro y allí regresamos al hotel.
El tercer día dejamos la ciudad vestida de colores cada mañana, tarde y noche. Guardamos en la retina, sus veredas rojas y negras, sus plazas limpias y verdes, sus monumentos ancestrales en honor a los dueños de toda la tierra. Acariciamos las sonrisas de su gente. Sus damas vestidas con polleras largas y blusas bordadas con flores de unos colores maravillosos. Sus caballeros de gala, con sombreros redondos y trenzas que llegan hasta la cintura, pantalones blancos y alpargatas de tela.
Despedimos a este pueblo tranquilo, alegre, ancestral. Nos embriagamos de sus tradiciones, sus mercados y sus sabores.
Caminamos a paso lento hacia la terminal y tomamos un bus con destino a Quito. Allá, a dos horas de viaje, dejamos a Otavalo… agradecidos a la Pacha por habernos permitido morar en sus inmensidades.

Próxima estación, Quito...

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