viernes, 30 de mayo de 2014

Estación Cali

“Las cloacas del poder se ponen en marcha:
Los culpables tienen que ser eliminados.
Y si no se hallan, se inventan”
José Saramago

La ciudad de Cali, era una cuenta pendiente, ya que en nuestro anterior paso por Colombia, habíamos esquivado este punto del mapa.
Así fue que desde Bogotá nos subimos a un bus cerca del medio día ($55 mil colombianos = u$s 27 cada uno) para llegar al sitio indicado cerca de las 23 horas.
En esta oportunidad, no llegamos con la incertidumbre de saber a dónde dormir pues, Adriana nos esperaba en su morada que muy amablemente nos había invitado por vía facebook.
Después de cruzar la ciudad de norte a sur, dimos con la casa y luego de conocernos, nos fuimos a descansar con la premisa de levantarnos bien temprano puesto que las elecciones presidenciales obligaban a Adriana ser parte de las mesas fiscalizadoras.
Debido a esto, nos fuimos a recorrer el casco antiguo de una ciudad dormida. Paradójicamente, no por el horario sino por la pasividad en que vivieron un hecho tan trascendental para la vida de un país como el sufragio universal.
Justamente, parecía un domingo más del calendario, en donde el ciudadano iba a correr al parque o salía a almorzar en familia. Quizás, los colombianos se tendrían que preguntar ¿Por qué hubo tantos votos en blanco? ¿Por qué se presentó el 40% del total del padrón? A su vez, nosotros nos preguntamos ¿por qué el voto no es obligatorio por estas latitudes?
Con este panorama, regresamos a casa y encontramos a Adriana desahuciada por el poco compromiso del ciudadano: “a las dos de la tarde sólo se habían presentado 70 de los 320 votantes de mi mesa” y concluyó “a las cuatro se cerraron las mesas y una hora después ya habíamos concretado el conteo final”.
El resultado de las elecciones, que determinó que santos y Zuluaga vayan a segunda vuelta es el reflejo del pesimismo, de lo apresivo, que creen que la situación no tiene salida y que están condenados al fracaso. Una muestra del sálvese quien pueda y los demás que se pudran. Los demás, son los pobres, los incontables hombres y mujeres que vimos deambular por las calles de Cali.
Seamos razonables, a quien le pasaría por la cabeza saber a priori el tan bajo porcentaje de participación y ver personas votando masivamente en blanco sin que nadie lo hubiera ordenado.
En fin, nuestros días en la ciudad de la salsa, no terminaron con las elecciones. Con Adriana, compartimos una caminata, muchas charlas, rondas de mate y además, visitamos el Lago de las Garzas.
Y después de tres noches, decidimos partir hacia la frontera. Agradecidos de encontrarnos en el viaje a personas que le dan vida a nuestro caminar. Gracias Adriana, por el hospedaje, por la confianza, por la amistad y por la torta de chocolate con helado…

¿Qué pasa por la calle? Desparramadas  por las orillas andan perdidas las esperanzas sobre el río Cali. Deambulan pálidas y desiertas en las corrientes y desembocan en las miradas de gente que las ha resignado para otra vida mejor.
Omar corre pausado y camina ligero, hace una pausa en su recorrido matutino de cada domingo y se detiene ante nosotros. Una charla de fútbol deriva en una invitación al santo ritual del mate, -Significa comunión, amistad, hermandad- le decimos. Entonces Omar toma uno; revuelve la bombilla, huele el perfume de la yerba. Nos mira y sonríe.-¡Cuidado que está caliente!- y bebe pausado, saboreando el agua, fuente de vida, que sabe a norte argentino, que sabe atierra uruguaya, que sabe a América del Sur.
Toma otro mate y nos mira:-Comunión- repite sonriente.- Ahora somos amigos- nos dice.
Tiene alrededor de cincuenta vidas sobre su mirada. Fue inmigrante en el viejo continente que lo expulsó con menos esperanzas que las que llevaba, dejó allí dos hijos y sueños perdidos. La guerrilla entre Colombia y Ecuador le arrebató el último recurso material que le quedaba para resistir a la pobreza y quedó sin casa, sin tienda y sin dinero; mas nadie fue lo suficientemente ruin para arrebatarle su dignidad de hombre.
Vive en un barrio popular en el centro de Cali. Su rancho es humilde al igual que la humildad que denotan sus palabras. No posee riquezas materiales pues el sistema lo priva hasta de una heladera en una ciudad en la que la temperatura mínima ronda los 27º en el mes de mayo. – Mi presupuesto no me permite comprar un agua mineral todos los días- nos cuenta. Así que Omar enfría su “agua de grifo” (como el le llama) en el ciber vecino.
-Gracias a un amigo que me dio una mano tengo trabajo- y gasta nueve horas de cada día laburando de empleado en una casa de música por el sueldo mínimo. Almuerza en comedores populares pues su casa no tiene cocina pero tiene un pana, vecino que comparte con él la sabiduría de aquel que entiende que la vida es la mayor riqueza que posee el ser humano.
Caminamos los tres juntos las orillas del río Cali y en un mediodía caluroso compartimos mates y buena música. Su soledad quedó rezagada por medio día y nos ofreció lo mejor que tenía para darnos: su morada cálida y humilde, una ducha de agua fría y la intensidad de un hombre que vive la vida arraigado a los momentos felices.
Me senté en un escalón de la plaza San Antonio y al pensar en mi amigo comencé a llorar sin consuelo. Me sentí triste porque su resignación significaba la pobreza de identidad de un país que disputa su poder entre dos bandas narcos, olvidando cientos de miles de sueños y de futuros, vidas de personas que, abandonados a la suerte, deambulan por las calles sin mayor meta que la resignación permanente.
- Esto no cambia más por eso no fui a votar- y allí se quedaron los sueños y las ilusiones de este hombre gentil y noble cuya integridad me perforó los cinco sentidos del alma.
Resuena como un eco la desilusión de los caminantes de Cali y la voz de Omar renace en un colombiano que trabaja duro para sostener a su mujer y su hijita de dos años. –Aquí, el pobre cada vez es más pobre y el rico más rico.- nos cuenta con una naturalidad que espanta.- Yo soy pobre pero agradezco a Dios tener mi negocio- Aquí hay gente que no tiene nada, que sale a la calle a vender lo que sea para alimentar a sus hijos.
Y este cuarenton de ojos cálidos y piel curtida ayer salió a comprar una gaseosa fría para su hija y en el camino encontró a una familia aún mas pobre que él, entonces les convidó comida y llenó sus vasos de gaseosa fría y compartió con ellos lo que no le sobraba, lo poco que tenía.
Y así andan mis panas colombianos, formando parte de un sistema que los excluye y viste de cifras en un porcentaje que cada año crece y crece sin retorno. Estos “pobres materiales” entregan lo que no tienen para rescatar del infortunio a otros tantos desposeídos.
Escribimos estas líneas para homenajearlos pues no sólo de paisajes está hecha la carretera. Ellos nos alientan a la eterna rebelión, a caminar con paso mas firme, a arraigar nuestros ideales. Por ellos luchamos y educamos. Por ellos alzamos la voz en un grito ensordecedor pues en Colombia a los pobres les apagan la voz, quedaron mudos entre tanta desidia. Presos de la inercia, no tienen fuerzas para reclamar, gritar o indignarse. Permanecen estáticos ante un poder absolutamente corrompido por el oro blanco que negocia sus campos, sus fuentes de trabajo y vende sus sueños como si fueran mercancía barata.
Que el eco de su silencio resuene en nuestras voces y lleguen a oídos de los más sordos. Que este grito los indigne tanto como a nosotros.
Nos duele Colombia. Nos duele Cali. Gracias Omar esta maravillosa lección de vida y dignidad.
“Para todos, Todo”.

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