domingo, 14 de junio de 2015

Estación Habana Vieja

“La revolución no es un opio, es una purga, un éxtasis que sólo prolonga la tiranía. 
Los opios son para antes o después.” 
Ernest Hemingway


Salimos desde el Vedado a la Habana Vieja en pleno calor del mediodía con el sol aflorando por todos los rincones, filtrando las calles gastadas, entre  árboles de avenidas y edificios en ruinas que, como viejos en la orilla, contemplan la vida pasar esperando que alguna mirada compasiva los contemple en su belleza gastada, corroída por el paso del tiempo y la imposibilidad económica de su mantenimiento.

Caminamos los senderos de asfalto; nuestras miradas atónitas desmembraban los cimientos de otra época pasada y perdida que convive con la intensión de una modernidad ingenua, todavía naciente, amenazando con “embellecer” las caras de estos castillos de quinientos años, que se resisten a morir.

Viajamos hacia La Habana Vieja en un “carro” de los años ’60. El costo del viaje hacia el centro fue de 2 CUC por los cuatro, (el precio varia según la honestidad del taxista y la cara del turista). Al llegar, nuestro primer destino fue el Capitolio. Este edificio fue construido en 1929 en La Habana bajo la dirección del arquitecto Eugeni Raynieri Piedra, por encargo del entonces presidente cubano Gerardo Machado.


El edificio estaría destinado a albergar y ser sede de las dos cámaras del Congreso o cuerpo legislativo de la República de Cuba. Inspirado en el Capitolio de los Estados Unidos, el edificio presenta una fachada acolumnada neoclásica y una cúpula que alcanza los 91,73 m de altura. Situado en el centro de la capital del país, entre las calles Prado, Dragones, Industria y San José, es el origen kilométrico de la red de carreteras cubanas, y después del triunfo de la Revolución, cuando fue disuelto el Congreso, fue transformado en la sede del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente y de la Academia de Ciencias de Cuba. En la actualidad, el edificio se encuentra en restauración, desde hace ya cinco años. Lamentablemente no pudimos ingresar en él.

Continuamos nuestro recorrido hacia la Plaza Vieja: Llamada inicialmente Plaza Nueva, se erigió rodeada por las antiguas calles de Muralla, Mercaderes, Teniente Rey y San Ignacio, convertida además en área residencial de lo más selecto de la burguesía criolla hasta el siglo XVIII.


Su nombre se transformó en Vieja al nacer la Plaza del Santo Cristo, y en 1835 acogió al Mercado de la Reina Cristina, una de las primeras pescaderías recogidas en los documentos de esos tiempos, sustituida en 1908 por un parque de tipo republicano.

Al caminar a través de sus callejones, la Plaza se viste de colores de fiestas: amarillos, verdes, celestes oscuros sin convertirse en azules son parte de una acuarela mágica y alegre que alerta a los sentidos. El jolgorio de las calles al son de las rumbas cubanas, daiquiris, mojito; de pronto una diosa perdida en el medio del espacio: nos mira y nos bendice con su tenedor de acero. No tiene nombre y se le ha perdido la insignia de  su padre creador. Es tan hermosa como misteriosa. Sin dueños propios porque es de todos… y de ninguno.


Un camino hacia allá y esa casona vieja. ¿Que ocultarán sus ventanas averiadas? ¿Y esos balcones ya rasgados, descuajeringados? Y si ella pudiera hablarme ¿Qué me diría? Testigos mudos de cientos de años, supieron albergar en sus pisos descalzos, a familias burguesas en tiempos en los que la Isla no era dueña de sí misma, moría bajo el yugo imperialista que se vestía con distintas máscaras. Hoy  esos edificios reciben turistas a montones y funcionan, en su mayoría, como restaurantes que nada tienen de popular.

Al abandonar la plaza nos dirigimos hacia el templo de Hemingway: Bar La Floridita, cuna del daiquiri y cuna, también, de palabras de lucha, revoluciones que bailaban entre párrafos y oralidades. Me acerco y me invita un trago: Daiquiri de mango. Allí esta su espíritu, el recuerdo empírico de su presencia durante los años treinta. Allí sus historias con los amigos cubanos, su gorra blanca y su barba de tipo bonachón. Allí, el nacimiento de “Por quien doblan las campanas”, allí “Papa”, como lo llamaban sus amigos del barrio.
Nos fuimos de La Floridita después de tomarnos un daiquiri de mango sobre la barra de madera, entre aromas a habanos dulces y baladas de trovador. Afuera hacia mucho calor y todavía nos faltaba degustar el Mojito.

La Bodeguita del Medio: en pleno centro histórico este bar atrapa por su cálida bienvenida. En sus paredes gastadas, las firmas y dedicaciones de miles de personas invitan a sumarse al encuentro, al baile y al mojito. Inscripciones por doquier filtran el espacio de agradecimientos, deseos y despedidas que se niegan a concretarse: “Viva la Revolución”, “Cuba tan linda”, desde Suecia, sonidos de Latinoamérica y del mundo entero se encuentran en estas paredes que cantan y ríen entre maracas y wiros.


Partimos finalmente de regreso hacia el Vedado. Nos encandilan tantos colores, nos invaden tantos olores de mentas, mangos, tabaco cubano. Los oídos llenos de tambores y toc toc, el tacto enredado entre paredes y suelos. La garganta entre daiquiris y mojitos. Rebalsamos el alma de tanto sentido expuesto y alegría desvergonzada.

En Casa, Alba nos espera.

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