Allá donde fuimos, ya no somos
acá nos trajimos, con todo lo que nos hace
dejando el viento, el mar
las calles rotas donde crecimos
las baldosas de la casa
el desconchado en la pared
los retratos de aquellos
que nos nacieron
y jamás imaginaron
que un día no íbamos a ser
parte del corazón de isla
que nos define…
Dejamos en La
Habana todo el afecto que nos brindó Alba durante la estadía en su hogar, que
desde entonces, también es el nuestro. Partimos con dirección a Varadero; las
ganas de un poco de mar ya no nos dejaban dormir.
Muy temprano nos subimos
a un carro que nos llevó a la playa por 50 CUC que de camino, iba subiendo más
pasajeros por lo que terminamos siendo siete personas en un viejo (marca).
Aproximadamente en
dos horas llegamos a la ciudad costera. Allí nos esperaba (nombre) para darnos
la bienvenida. Alquilamos su departamento por dos noches a 25 CUC cada noche,
los cuatro. El lugar era bastante acogedor pero lo mejor que poseía era su
ubicación, casi, casi a orillas del mar caribe. Además contaba con cocina, baño
con agua caliente, aire acondicionado y televisión.
No habíamos
terminado de preparar el mate cuando ya estábamos pisando la arena blanca y
reluciente de esta playa paradisíaca, vendida en tours caros para turistas
desprovistos de sentido de la aventura y el contacto con los demás. Muy lejos
de comprar paquetes de mercado, nosotros elegimos una vez mas, el camino
desprovisto de horarios de entradas y salidas a hoteles lujosos, visita
relámpagos a playas que merecen mucho más que la zambullida prematura;
restaurantes distinguidos sin sabores de cocina casera. Preferimos incursionar
en el tiempo que mejor nos contiene: el nuestro. Así que en nuestro primer día
de playa en Varadero asumimos el reto de consumir nuestro valioso tiempo en las
arenas calientes de ese mar turquesa que encandila las pupilas mientras el sol
te quema la piel y uno se siente un reptil más paseando por el lugar.
Al mediodía
almorzamos en una hamburguesería que quedaba cruzando la calle para retornar,
rápidamente, al lecho calentito del agua mansa. Esa tarde comulgamos con el sol
al atardecer.
Cautivamos nuestros espacios en blanco con la energía de Inti que
se despedía en el horizonte y se acostaba sobre el mar una vez mas, como en
tantos otros mares que supieron vernos despedirlo. Cuando la noche comenzó a
hacerse el espacio en el cielo, salimos a cenar en el día en que Silvia cumplía
años. Para festejar fuimos a un comedor muy bello, con mesas de maderas y
faroles con luz tenue. Pedimos comida criolla y cerveza bien fría.
Al terminar
partimos sin dudarlo a seguir la rumba en La Bodeguita del Medio. Allí tomamos
un par de mojitos y dejamos nuestro recuerdo inscrito en la pared. Cada uno
firmó con un epígrafe testigo del encuentro de nuestras almas en esta isla tan
mágica y enigmática. Un trozo de nuestra historia que quisimos, se quedara ahí.
Al mediodía del
segundo día, nuevamente pasamos la mayor parte del tiempo arraigados a la arena
y al mar caribe. Nos cobijamos entre la vegetación del lugar que era bastante
abundante, con nuestras vistas directo al mar pero cubriéndonos del sol que
lastimaba bastante la piel.
En la ciudad había
poco turismo, ya que era temporada baja. Sólo algunos cubanos que disfrutaban
del fin de semana pero muy pocos turistas extranjeros. Los negocios (por
llamarlo de algún modo) cerraban sus puertas a las cinco de la tarde y los
gastronomicos a las diez de la noche, motivo por el cual había que estar atento
al paso de las horas. Esa segunda noche no tomamos demasiado en cuenta el tema
del horario; la mente se relaja de modo tal que el reloj comienza a parecer un
objeto anticuado, en desuso, sin utilidad. Uno rasga las horas en pensamientos
y razonamientos libres y en función de la salida del sol y la llegada de la
luna va armando su rutina viajera, distante de tiempos de trabajo y horarios
pautados: se almuerza y se cena cuando se tiene hambre. No importa la hora,
ella no se toma en cuenta en absoluto.
Pues bien,
finalmente esa noche distraída cenamos en un comedor popular en el que comimos
parados unas chuletas de cerdo con el arroz que rebalsaba del plato acompañado
de un refresco tibio. De retorno al departamento comimos un helado de vainilla
con almendras para refrescarnos del calor que nos había dado tanta caminata.
Al otro día bien
temprano caminamos unas cinco cuadras hacia la terminal y nos tomamos el “Vía
Azul” con destino a Santa Clara.
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