miércoles, 2 de julio de 2025

Microrrelatos viajeros: Dormir en el eco del andén, Cochabamba

El cuerpo que camina, el alma que recuerda

Cuerpo

El paro de transportes
nos dejó varados a muchos.
Yo, solo.
La mochila como almohada,
el suelo como patria pasajera.
Bancos metálicos y fríos,
murmullos de otros cuerpos rendidos,
y esa luz amarilla del pasillo
que no duerme nunca.

“Para mí la vida es un viaje”, me repetí,
mientras una señora a mi lado
me ofrecía pan,
y un niño compartía su risa
con las palomas del hall.

El frío no era solo del clima,
era esa soledad que entra como niebla.
Pero entre cobijas prestadas
y silencios compartidos,
algo en mí se abrigó.
Sentí una calidez que no sabía que buscaba.

Alma

A veces los oleajes del cotidiano
te arrastran hasta el cemento.
Y sin embargo,
el frío y la soledad
pueden transformarse en abrigo,
cuando alguien te mira a los ojos
y reconoce en vos
a otro viajero,
a otro corazón
con hambre de horizonte.

"El verdadero guerrero es invencible porque no lucha contra nadie. La victoria se logra venciendo la discordia en uno mismo. Y la paz no es un refugio, es una práctica cotidiana. Aun en medio del ruido y del frío, es posible sembrarla." El arte de la paz

martes, 1 de julio de 2025

Microrrelatos viajeros: Introspección en la selva brasileña

Cuerpo

 

La selva me cercó.
Insectos, humedad, jadeos.
Pero lo más espeso era lo de adentro.
Allí, sin nadie,
me encontré conmigo.
Y no me gusté.
Pero no hui.

 

Alma

 

No hace falta ir lejos para viajar.
A veces, cerrar los ojos

y escuchar el silencio de adentro
es el viaje más largo

y más honesto.
El equipaje: tus preguntas.
El destino: vos mismo.

domingo, 8 de junio de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 6: Montañita - Salinas, la ruta del estiércol (Ecuador)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Montañita era fiesta,
pero yo me fui en un camión que olía a campo.
La bosta de ganado se movía con cada curva
y yo con ella.
Iba entre moscas, calor y risas de dos gringos
que hablaban de política y mujeres como si fueran lo mismo.
Yo callaba.
Me agarraba fuerte a una soga
y pensaba en el lujo de ese viaje inmundo.
Porque a veces la dignidad no está en lo limpio,
sino en lo libre.
Y yo, embarrado, sudado y feliz,
iba camino al mar.

Alma

Me reí solo.
Porque mientras el mundo cree que viajar es postales,
yo me abrazaba al olor a bosta
como quien abraza su propia historia.
No vine a buscar belleza,
vine a encontrar verdad.
Y la verdad tiene moscas,
y tiene barro,
y tiene momentos en los que decís:
“¿Qué carajo estoy haciendo acá?”
Pero después llega el mar,
y entendés.

viernes, 9 de mayo de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 5: Mompiche, viajar con la basura

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Subí al volquete con dos recolectores
y un olor que no se olvida.
El camión traqueteaba como si también vomitara su carga.
Iba sentado sobre bolsas negras que se movían.
Uno comía mango.
Otro me ofreció un mate.
Yo solo pensaba en no caerme.
El viento me escupía la cara,
y la carretera me cantaba en ritmo de cucarachas.
Llegamos a Esmeraldas sin saber si era mañana o tarde.
Pero yo bajé con una certeza:
la mierda viaja, sí,
pero también enseña.

Alma

Nunca estuve tan sucio,
pero tampoco tan claro.
El olor me desnudó el ego.
El viaje me limpió el alma.
En esa mugre descubrí que la dignidad no es una fragancia,
es una manera de mirar sin vergüenza.
Los que iban conmigo no sabían mi nombre,
pero me hicieron un lugar.
Y eso, en un mundo que descarta,
es una forma hermosa de ser visto.


sábado, 26 de abril de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 4: Frontera, donde nadie es de nadie (Costa Rica-Nicaragua)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

La frontera entre Costa Rica y Nicaragua no tenía camas.
Solo camiones, humo, calor seco.
Dormí sobre mi bolsa,
al lado de un perro flaco y un migrante que roncaba en italiano.
La noche no tenía dueño.
Las moscas sí.
El pasaporte bajo el pantalón.
El alma en la garganta.
Cuando me quedé dormido,
soñé que no había líneas, ni sellos, ni aduanas.
Solo caminos.

Alma

Dormir en una frontera es aceptar que no sos de ningún lado.
Que tu nombre no pesa más que un papel,
que tú historia se resume en un sello.
Ahí entendí que todos, en el fondo,
somos un paso en tránsito,
una pregunta sin respuesta.
Esa noche me sentí más cercano a los desposeídos,
a los que no tienen patria
pero aún tienen pies para seguir.

jueves, 3 de abril de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 3: San Salvador, en la sala de espera (El Salvador)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

La guardia del hospital olía a desinfectante y espera.
Dormí sentado, o algo parecido.
Los gritos venían de cuartos que no vi,
y la luz nunca se apagaba.
Una enfermera me dio un té sin azúcar
y me preguntó de dónde venía,
como si eso explicara por qué yo estaba ahí
sin fiebre, sin herida,
solo con hambre y una mochila.
Dormí poco.
Desperté con un niño mirándome fijo.
No dijo nada.
Pero me sonrió como si yo fuera parte de su cura.

Alma

Esa noche me pesaba el cuerpo.
No por el cansancio, sino por la soledad.
Las urgencias ajenas me atravesaban,
aunque no me doliera nada.
Dormir ahí fue aprender a callar.
A ocupar espacios sin molestar.
A mirar a los ojos sin entender el idioma.
Y ese niño,
con su sonrisa muda,
fue la medicina que yo no sabía que necesitaba.

viernes, 28 de marzo de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 2: Playa Herradura, dormir sin tierra (Costa Rica)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Esa noche el mar fue mi piso,
y la lancha, mi cuarto sin paredes.
El motor dormía,
pero el agua hablaba bajito, todo el tiempo.
Dormí acurrucado junto a un bidón de gasolina
y dos pescadores que roncaban como el viento.
Las estrellas eran muchas, pero lejanas.
El miedo también.
Entre el vaivén de la marea y el eco de la costa,
entendí que hay noches donde no se duerme,
se flota.

Alma

Nunca me sentí tan lejos de todo.
Ni de la costa,
ni de la tierra,
ni de las certezas.
Dormir ahí fue rendirme:
a la marea, al insomnio,
a la parte de mí que no necesita techo sino cielo.
El vaivén me arrulló como cuando era bebé.
Y en ese movimiento sin destino
me sentí amado por el mundo.

viernes, 14 de marzo de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 1: Capurganá, donde Dios duerme con los mochileros (Colombia)

A continuación, les presento los seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este sería, el primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Dormí bajo un Cristo sin brazos,
que miraba al techo como si también esperara un milagro.
La iglesia de Capurganá tenía bancos de madera dura
y un silencio que no era santo:
era humano, cansado, tibio.
La noche caribeña entraba por las hendijas
y me abrazaba con olor a sal y perros.
Dormí con la mochila de almohada
y un salmo mal recordado como manta.
Soñé con barcas.
Y con alguien que me decía que incluso Dios viaja a dedo.

Alma

Esa noche no recé,
pero algo dentro mío pedía abrigo.
Dormir en una iglesia es como acostarse en los brazos de la infancia:
sabés que no te va a pasar nada…
pero igual te dan ganas de llorar.
Sentí el vacío de los que creen y de los que ya no.
El Cristo sin brazos era yo:
esperando que alguien me contuviera en la incertidumbre de la noche.

sábado, 8 de febrero de 2025

Estación Chile: Concepción y el eco de los abrazos

Caminando, caminando voy buscando libertad ojala encuentre camino para seguir caminando. Víctor Jara

Desperté con el rumor de la lluvia resbalando por las chapas del techo. No había reloj cerca, pero supe que era temprano. Esa clase de temprano que sólo existe en las ciudades del sur: húmedo, gris, pero lleno de presencias. Yohan ya estaba despierto, con una taza humeante entre las manos y un libro de Soiciología abierto sobre la mesa. Me saludó con una sonrisa que era más caribeña que el cielo y me ofreció café. Esta vez, uno bueno.

Nos sentamos en silencio. A veces no hay que decir mucho para estar juntos. Las palabras sobran cuando hay memoria compartida. Diez años atrás nos habíamos abrazado por última vez en Camagüey, Cuba, bajo un cielo limpio de mayo, jurándonos que el tiempo no nos ganaría la pulseada. Y ahí estábamos, cumpliéndolo. Venciendo al olvido a fuerza de afecto.

Salimos a caminar por Concepción. La ciudad se abría paso entre soles y resistencias. “Esta ciudad tiene memoria”, me dijo Yohan, mientras pasábamos por la Universidad. “Aquí quemaron libros, persiguieron estudiantes, desaparecieron obreros. Pero también aquí nació Víctor Jara. Y el canto no ha sido silenciado del todo”. Lo escuché como quien escucha una oración laica. En su voz había historia, pero también esperanza.

Pasamos por murales desgastados que hablaban del estallido social, del 2019, de los cabros que salieron a la calle con piedras en la mano y dignidad en el pecho. Yohan me contó de las marchas, de las asambleas populares, de las ollas comunes en la plaza. “Chile despertó, hermano”, me dijo. Y en su mirada había una mezcla de orgullo y cansancio.

Yo venía de una Argentina donde la memoria también arde. Del fuego en El Bolsón que intenta borrar rastros mapuches. De un presidente que desprecia la historia como si fuera un lastre. De un pueblo que resiste, sí, pero que sangra. Le hablé de eso. De la tristeza que me provoca ver a la gente comer de la basura mientras los ricos sonríen en cadena nacional. Yohan no dijo nada al principio. Me miró con los ojos llenos de Cuba y me abrazó.

“Esto que sentimos, esto que duele, es también un privilegio”, dijo al fin. “Porque no estamos anestesiados. Porque todavía nos indigna. Porque todavía soñamos.” Y entendí. La sensibilidad, incluso cuando duele, es una forma de no rendirse.

Caminamos hasta el río Bío Bío. Amplio, calmo, casi indiferente. Como si contuviera siglos de historia bajo su corriente. Me detuve a mirar las aguas y pensé en todos los cruces que había hecho en el viaje. El de los Andes, sí. Pero también el de la nostalgia. El del reencuentro. El de la paternidad. Porque en cada paso había sentido el eco de Román, su vocecita preguntando cuándo volvía. De Tama, su abrazo largo y lleno de sentido. De Zarité, su cola quieta esperando tras la puerta.

Ahí, en ese río inmenso, me permití un gesto infantil. Escribí sus nombres con el dedo sobre la baranda húmeda: “Tama. Román. Zarité.” Como quien deja un rastro invisible para no perder el camino de regreso.

Esa noche, Yohan cocinó congrí. Me dijo que era receta de su abuela, “una vieja bruja habanera que curaba con plantas y cantos”. Mientras cocinaba, puso música: Silvio, Pablo, Buena Vista. Cuba sonando en Chile, conmigo como testigo. Comimos lento, como se come entre amigos que no quieren que la noche termine. Me habló de su militancia, de su trabajo, del idioma que ya mezcla acentos. Me habló de su pareja, de sus miedos, de su fe en la educación popular.

Yo le hablé de los míos. De las clases en el Plan Fines, de mis estudiantes adultos, de cómo el aula puede ser una trinchera si se la habita con amor. Le hablé de mi familia, de mi deseo de criar a Román en un mundo donde el amor no sea excepción, sino regla. Y en ese diálogo entre cubano y argentino, entre dos sobrevivientes del desencanto, construimos una trinchera común.

Antes de dormir, me mostró unas fotos de su infancia. Calles de La Habana. Bicicletas oxidadas. El mar como fondo eterno. Y me dijo: “Lo que más extraño de Cuba no es el mar. Es la gente. La forma en que te saludan, aunque no te conozcan. El modo en que te miran como si fueras parte del barrio.” Lo entendí sin esfuerzo. Porque algo de eso había traído en el abrazo de ese reencuentro.

Al día siguiente, fui al mercado de Concepción. Compré café, unas zapatillas para Román y un libro de Neruda viejo y usado, con dedicatoria incluida: “Para que nunca falte la ternura.” Volví caminando bajo la lluvia. Pensé en mi madre, que siempre decía que la lluvia lava los pensamientos. Pensé en mi viejo, que está viviendo leyendo diarios viejos como quien busca claves en un rompecabezas roto. Pensé en mí, con el alma empapada, pero viva.

Me senté un rato frente al río. Saqué el cuaderno que llevaba en la mochila. Empecé a escribir esto. Con los dedos fríos, con el corazón caliente. Porque los viajes no terminan cuando se baja del bus. Terminan cuando se entiende por qué se hicieron.

Al quinto día, me despedí de Yohan con otro abrazo largo. Le prometí que no pasarían diez años más. Me miró fijo y dijo: “Sabés dónde estoy. Y sabés que siempre habrá café.” Nos reímos. Como dos cómplices que saben que lo importante no está en el punto de llegada, sino en la ruta que los une.

En la terminal, antes de tomar el bus de regreso, me quedé un rato observando a la gente. Rostros cansados. Bolsos llenos de ropa y esperanzas. Me sentí uno más. Un cuerpo en tránsito. Pero también un alma que había cruzado algo más que un país. Había cruzado la Cordillera, la incertidumbre, la soledad. Y había encontrado abrigo.

Volveré. A Bariloche. A mi familia. Pero también volveré a Concepción, algún día, cuando el corazón lo pida. Porque hay lugares donde uno deja parte de sí. Y hay abrazos, como el de Yohan, que sirven para recordar que el mundo aún guarda calor en medio de tanto hielo.

domingo, 2 de febrero de 2025

Estación Chile: de Bariloche a Concepción

"Para que nada nos separe, que no nos una nada. Pero mi cuerpo siempre te conocerá, mi pensamiento siempre te recordará, cada canción, imagen u olor a mí te traerá." Pablo Neruda

Hay viajes que no se planean, sino que se sienten. No en el bolsillo ni en el mapa, sino en el pecho. Viajes que son como cartas largamente escritas y que por fin se entregan, aunque uno no sepa bien quién será el destinatario. Así fue cruzar la cordillera desde Bariloche a Concepción. No un cruce turístico, sino existencial. No una postal, sino un suspiro.

Salí de Bariloche con el cuerpo aún frío del lago Mascardi y el alma encendida por la marcha en el Centro Cívico. Llevaba en la mochila el eco de los tambores, el olor a humo de El Bolsón y las risas tibias de mis primos y de mi tía. Me dolía partir, pero algo en mí sabía que ese camino también era necesario.

La estación de buses de Bariloche tiene esa mezcla entre albergue y sala de espera de hospital público. Gente que llega con sueños ajenos y se va con pesares propios. Me senté con el abrigo amarrado a la mochila, como si abrazarme fuera un modo de resistir el clima. Afuera, la cordillera se dibujaba azul y blanca, casi indiferente al movimiento humano. Saqué un café de máquina. Malo. Hirviente. Suficiente.

El bus llegó puntual. La ruta hacia el Paso Cardenal Samoré tiene esa belleza brutal que te obliga a mirar aunque tengas sueño. Cierros cubiertos de nubes bajas, lengas que se doblan como viejos sabios y un silencio que ningún motor puede romper del todo. En mi asiento, el vidrio empañado era una especie de espejo. Me vi solo. Completamente solo. Y sentí el hueco. Tama. Román. Zarité. Como si llevara un costal invisible con sus nombres a cuestas.

A veces uno extraña de manera previsible: una risa, un perfume, una voz. Pero ese día, cruzando la frontera, me sorprendí extrañando las pequeñas cosas. La forma en que Tama se acomoda el pelo detrás de la oreja. Cómo Román corre de puntitas cuando se emociona. El ronroneo sordo de Zarité cuando el mundo se pone hostil. Y ahí, entre aduanas y controles, se me humedecieron los ojos.

Temuco apareció de pronto, como esas ciudades que no se anuncian: están. Bajé con el cuerpo entumecido y el corazón aún más. Era tarde, no demasiado, pero el frío parecía de madrugada. Las luces de la terminal eran blancas y tristes, como las de un hospital. Me refugié en un café donde las tazas eran chicas y las cucharitas aún más. Me temblaban las manos. No sabía si de frío o de memoria.

Esperar en Temuco fue esperar sin saber qué se espera. Miraba los rostros como si todos escondieran un mensaje, una señal. Recordé una frase de mi abuelo que leía a Marx y a Benedetti con la misma devoción: "En los viajes largos no sólo cruzás caminos, también cruzás tus sombras." Y ahí estaban, mis sombras, sentadas junto a mí en la terminal. La duda, el cansancio, la necesidad de una respuesta que no llega.

Dormí poco. En una silla incómoda. Soñé con una risa que no escuchaba hacía años. Y amanecí con una certeza: ya no era el mismo que había salido de Bariloche.

El bus a Concepción partió con la promesa de un sur distinto. Me dolía la espalda y el alma. Pero había algo más fuerte: el encuentro. Diez años sin ver a Yohan. Diez años de distancias cruzadas por mensajes breves, saludos en fechas históricas y emojis que no alcanzan. Él, cubano, luchador silencioso. Yo, viajero intermitente, con las raíces partidas. Nos habíamos prometido ese abrazo hace una década. Por fin, se iba a dar.

El camino fue largo. Lento. Gris. Pero Chile tiene esa dignidad austera en su geografía: no te promete nada, pero si estás atento, te lo da todo. Cordones montañosos que se desarman en valles verdes. Ríos que serpentean como cicatrices vivas. Casas de madera que parecen esconder historias en cada listón. Y gente. Gente que espera, que trabaja, que no pregunta.


Concepción apareció como un respiro. Ciudad de puentes, de ríos, de lluvias constantes. El bus se detuvo. Me bajé con el cuerpo torpe. La mochila más liviana, pero el corazón más pesado. Lo vi desde lejos. Yohan. Más canas, más firmeza. Nos abrazamos largo, de esos abrazos que desatan el nudo del tiempo. No hizo falta hablar mucho. En realidad, nunca hizo falta. Los amigos verdaderos no necesitan relleno.

Fuimos a su casa en el auto de Andrea, su compañera. Me habló de sus años en Chile, de los inviernos sin Caribe, de las ollas comunes durante el estallido, de su nostalgia por La Habana vieja y de su amor por la dignidad chilena. Yo lo escuchaba con atención y un poco de envidia. Porque a pesar de la distancia, él parecía haber encontrado su sitio.

En el departamento, olía a porotos con ají. Me ofreció un vino y brindamos por el reencuentro. Le hablé de mi viaje, de los lagos helados, del fuego en El Bolsón, de la marcha en Bariloche. Le hablé de mi familia, del amor que extrañaba como si me doliera el cuerpo. Y él, con su tono cálido y su mirada profunda, dijo algo que aún resuena: "Hay viajes para volver, y hay viajes para no olvidarse de volver."

Dormí esa noche con el ruido de la lluvia golpeando el techo. Y soñé con Román, con su manito apretada en la mía, caminando por un bosque de lengas. Soñé con Tama, leyéndome un poema que no entendía pero que me conmovía igual. Soñé con Zarité, dormida a los pies de mi cama, ronroneando como si el mundo no doliera.

Y al despertar, supe que el viaje aún no había terminado. Porque ahora comenzaba el regreso.


viernes, 31 de enero de 2025

Estación Bariloche: Los lagos y las llamas: bitácora patagónica en tiempos de fuego

 "No es necesario agregar nada a la verdad histórica, 

porque ésta tiene más fantasías que la propia fantasía" Osvaldo Bayer

Por esos azares que en la Patagonia se sienten como designios de la tierra misma, volví al sur. Bariloche me recibió con el aroma a lenga mojada y el frío que en otras latitudes mata, pero acá despierta. Fui a visitar a primos y tíos, una tribu momentánea reunida no por la sangre sino por el deseo de respirar juntos, aunque fuera por unos días, ese aire que viene de los glaciares y huele a historia. Pero no fue un viaje cualquiera. Fue una peregrinación al sur dolido, al sur incendiado, al sur que resiste.

Bariloche es una postal, sí. También lo era cuando los jerarcas nazis encontraron en sus bosques el mismo silencio que habían envenenado en Europa. Las mismas montañas que ahora fotografían los turistas fueron entonces guarida de asesinos. El lago Nahuel Huapi guarda en sus profundidades secretos que ni los mapuches ni el Ejército quisieron contar. Y sin embargo, entre esas aguas heladas y esos cerros eternos, el pueblo insiste. Y camina. Y canta.

Me bañé en el lago Gutiérrez una tarde en que el sol hacía justicia, por única vez, con el verano. Sumergirse en esas aguas es como ingresar al útero de la tierra. La piel duele. Pero también se limpia. Se limpia del cemento, del olvido, de los discursos huecos. Y ahí, entre la nieve derretida y las piedras milenarias, entendí lo que alguna vez escribió Aimé Painé: “el agua canta cuando el hombre calla”.

En El Bolsón, en cambio, no cantaba el agua: gritaba el fuego. Se propagaba con saña, con la voluntad de quien quiere borrar huellas. No era un accidente. Era una orden. La misma orden que se dio en los años de Roca y su “conquista”, que no fue más que un saqueo. La historia se repite, no como tragedia y farsa, sino como crimen impune. Ardían los bosques para echar a los mapuches, para abrir paso al negocio inmobiliario, a las cabañas de alquiler, al turismo de elite. Las llamas lamían los bordes de los cerros como si quisieran devorarlo todo. El humo tapaba el cielo y en el aire flotaba un duelo antiguo.

Vi una bandera mapuche ondear entre las cenizas. Vi ojos de niño con miedo y de anciana con rabia. Vi, también, a los vecinos organizarse con baldes, con palas, con lágrimas. Vi la dignidad en estado puro. No supe si llorar o escribir, así que hice ambas cosas.

Me uní a una marcha en el Centro Cívico de Bariloche. No éramos muchos, pero sí los suficientes. Había jóvenes con bombos, mujeres con pañuelos, viejos con bastones y verdades. Todos repudiábamos el gobierno de Javier Milei, esa caricatura de poder neoliberal que en su obsesión por privatizar hasta la respiración ha decidido ignorar que los pueblos no son mercancía. Escuché a una mujer decir, micrófono en mano: “Nos quieren muertos, pero estamos vivos. Nos quieren solos, pero estamos juntos”. Y ahí, en esa plaza custodiada por los mismos gendarmes que un día balearon a Rafael Nahuel, el sur habló.

El lago Mascardi me recibió con un silencio que sólo la montaña puede custodiar. En sus orillas fue asesinado Rafael, un joven mapuche, por la espalda. La justicia aún duerme, pero el agua recuerda. Me metí en sus aguas heladas como si fuera un acto de comunión. Como si el frío pudiera lavar la injusticia. No hubo redención, pero sí una certeza: el sur es sagrado. Y como todo lo sagrado, duele cuando se lo profana.

En el lago Guillermo, más escondido, más íntimo, me senté a escribir. Las palabras salían con dificultad. ¿Cómo narrar lo que el viento susurra desde hace siglos? ¿Cómo poner en letra la memoria de los pueblos que aún buscan sus huesos en los faldeos? Entonces pensé en Osvaldo Bayer. En su andar incansable por estas tierras. En su pluma que desenterró verdades como quien rescata a un hermano perdido. Pensé en su defensa de los obreros fusilados en la Patagonia Trágica. En su ternura inquebrantable frente a tanta injusticia. Y me dije: hay que escribir, aunque duela. Hay que contar, aunque quemen.

La Patagonia no es sólo un paisaje. Es un campo de batalla entre la memoria y el olvido. Entre los que quieren alambrarla y los que la caminan. Entre los que la queman y los que la siembran. Volver del viaje no fue regresar al norte: fue traer al norte las voces del sur. Porque allá abajo, donde el viento no pide permiso y los cóndores todavía vuelan, hay un país que resiste, que canta, que grita.

Y mientras el fuego arrasa lo que no puede comprar, y mientras el capital escribe su nombre en los cerros con letras de humo, un puñado de seres humanos —indígenas, vecinos, jóvenes, viejos— sigue creyendo que la tierra no se vende, que la memoria no se negocia, que la dignidad no se calla.

Ese es el sur al que volví. Ese es el sur que me habita.

miércoles, 31 de enero de 2024

Darwin, Pradera del Ganso y una camiseta celeste y blanca

El viento no se detiene en las islas. Sopla con la insistencia de una historia que se niega al olvido. En el Cementerio de Darwin, ese viento es distinto. Sopla con respeto. Con duelo. Con un silencio que no calla, sino que habla.

Allí están los nombres. Y también los que no los tienen.
Allí está Aldo Omar Ferreyra, excombatiente que alguna vez caminó las mismas calles que nosotros, en Santa Teresita. Su nombre grabado en piedra, pero vivo en la memoria del pueblo. Lo honramos como se honra a un hermano. Gonzalo desplegó la camiseta de Maradona —la del gol imposible, la de la revancha de los humildes, la del Mundial del ’86— y la apoyó sobre una de las cruces. Fue un acto sencillo, pero lleno de sentido. Como si el tiempo se uniera en un solo gesto: la guerra, el fútbol, la patria.

El Cementerio de Darwin nació del gesto noble de un isleño y de un oficial británico, el capitán Geoffrey Cardozo, que recogió los cuerpos argentinos y les dio sepultura digna. Décadas después, gracias al Proyecto Humanitario Malvinas, se identificaron más de 100 soldados. Familias enteras pudieron finalmente abrazar a sus hijos, padres y hermanos. Después de 36 años, llegó el nombre, llegó la verdad.

Salimos de Darwin con un nudo en la garganta. Pero el viaje nos llevó a Pradera del Ganso, donde el viento ya no era sólo memoria, sino tensión. Nuestro paso fue breve, casi incómodo. Allí no somos bienvenidos. Pero allí también fuimos. Porque entre el 28 y el 30 de mayo de 1982, en ese istmo angosto, ocurrió la batalla más extensa de la guerra.

El coronel Ernesto Peluffo, uno de los que combatió allí, recordaba a los soldados chaqueños y correntinos gritando “¡Viva la Patria!” entre ráfagas y explosiones. Gritaban también con sapucay. El orgullo como escudo, el coraje como arma. Murieron 50 argentinos. Murieron por defender un pedazo de suelo que el país nunca dejó de reclamar.

Y no es casual que cada 10 de junio, en las escuelas, en los actos, en las plazas, se recuerde el día en que Luis Vernet fue nombrado gobernador de las Malvinas, en 1829. Un hombre nacido en Alemania, que abrazó la causa argentina con pasión. Que organizó, que gobernó, que cuidó los recursos de un territorio olvidado por muchos, pero no por la Argentina. Cuatro años después, el Reino Unido invadió y desalojó. Pero no borró el derecho, ni la memoria.

No hay olvido. Lo dicen las cruces. Lo dice la tierra.
Lo dice la Marcha de las Malvinas, cuando ruge:
“Ningún suelo más querido, de la patria en la extensión…”

Hoy volvemos. Con la mochila llena de nombres, de historias, de gestos. Con Aldo Ferreyra entre nosotros. Con Maradona en una camiseta y con todos los caídos en la piel de la bandera. Con la certeza de que la memoria es un viaje que no termina. Y que las Malvinas, aunque lejanas, laten muy cerca.

domingo, 28 de enero de 2024

Cape Pembroke: la pista donde aterrizó un gesto patriótico

A veces, los lugares más insólitos cargan con historias profundas. En las afueras de Stanley, casi sin quererlo, llegamos a Cape Pembroke Racecourse, el antiguo hipódromo que, una vez al año, se convierte en centro de festejos para la comunidad isleña durante el Día de la Carrera. A simple vista, parece solo un terreno llano, cubierto de pasto, cruzado por el viento helado del sur. Pero esa tierra pisó la historia en un día inolvidable: el 28 de septiembre de 1966, cuando un avión argentino aterrizó allí como parte del Operativo Cóndor.

La escena fue tan insólita como valiente: dieciocho jóvenes argentinos, integrantes de la Resistencia Peronista y liderados por Dardo Cabo, desviaron un vuelo comercial de Aerolíneas Argentinas que iba rumbo a Río Gallegos. El avión, un Douglas DC-4, terminó posándose sobre esta misma pista donde antes galopaban caballos. A bordo no llevaban armas, pero sí un propósito político claro: reivindicar la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas.

En cuanto aterrizaron, los jóvenes bajaron con banderas argentinas, improvisaron un acto y declararon que las islas volvían a ser argentinas. Era un gesto simbólico, patriótico, cargado de mística y convicción. El Operativo Cóndor no pretendía una ocupación militar, sino un acto de afirmación soberana frente a la ocupación británica que perduraba desde 1833.

Las autoridades británicas no tardaron en responder. Los protagonistas del operativo fueron detenidos sin violencia y, tras negociaciones, enviados de regreso a Argentina. Allí fueron procesados, y más tarde recibieron penas reducidas o amnistía. Pero lo que dejaron marcado fue más duradero que cualquier castigo: la recuperación de Malvinas como causa nacional volvió a instalarse con fuerza en la conciencia del pueblo argentino.

Mientras caminábamos sobre la pista, el viento nos hablaba de aquel día. No había placas, ni banderas, ni recuerdos visibles. Solo el paisaje despojado y frío. Pero nosotros sabíamos lo que había pasado. Sabíamos que esa pista fue, por un momento, la más patriótica de toda la Argentina.

El Operativo Cóndor no cambió el mapa, pero sí removió la historia. Con él, quedó claro que la soberanía no siempre se defiende con armas, sino también con coraje y con convicción. Y ese gesto, casi poético, de hacer aterrizar un avión civil en el corazón del territorio en disputa, sigue siendo un hito en la larga lucha por la memoria y la soberanía nacional.

sábado, 27 de enero de 2024

Estación Monte Longdon: el rugido de las piedras

 

“No hay héroes en la guerra. Solo hombres que no volvieron, y hombres que volvieron rotos.”
Luis Escobedo, excombatiente del Regimiento 7 de La Plata.

El monte no es alto.

Pero mide más que el cielo.

No se deja ver desde lejos.
Pero una vez que lo pisás,
ya nunca podés dejar de verlo.

Gastón llegó primero.
Llevaba una piedra en la mano,
como si trajera una ofrenda.
Marcos venía con un cuaderno,
con las páginas vacías,
esperando que las escribiera la tierra.
Gonzalo traía una flor.
No sabía por qué, pero sabía para quién.

Nadie hablaba.
Porque el silencio se imponía como una orden militar.
Porque hablar ahí era como gritar en una iglesia de huesos.
Porque las piedras, las mismas, estaban aún calientes.
De rabia.
De memoria.
De pólvora.

Los hermanos caminaron sin prisa.
En cada paso sentían algo.
Algo que no sabían nombrar.
Un nudo.
Un golpe.
Un vacío.

“Yo sentí el miedo trepándome por la espalda como un bicho.
Y aun así me quedé. Porque era eso, o dejar que los ingleses pasaran por encima de todos.
Esa noche no dormimos. Ni nosotros ni la muerte.”

Juan Carlos Alderete, exsoldado conscripto.

Monte Longdon.
11 de junio de 1982.
Las 20.30.

El fuego de artillería británico corta el cielo en tiras.
Los cables telefónicos se rompen.
Las órdenes se deshacen en el viento.
El Subteniente Baldini informa que el enemigo está encima.
Va al frente.
Muere al frente.
El Cabo Ríos muere a su lado.
No hay tiempo para rezos.
Solo disparos.
Y la certeza de que el mundo se parte en dos:
los que pelean,
y los que los olvidan.

—¿Dónde están ellos? —preguntó Gastón, bajito.
—En todas partes —dijo Marcos, sin dejar de escribir—.
Mirá el suelo. Mirá el cielo.
Están ahí.
Están en vos.
 

A las 23 hs el monte entero arde.
Los ingenieros atacan.
Recuperan posiciones.
Y vuelven a perderlas.
Las bengalas hacen de sol artificial.
Los cuerpos se cruzan.
Se huelen.
Se rasgan.
Se clavan.

“Nos peleamos a bayoneta limpia. Cuerpo a cuerpo.
Yo tenía 19 años y un cuchillo oxidado.
Ese fue el infierno.
Pero también fue donde descubrí que el valor no está en matar, sino en quedarse.”

Carlos Andrada, Regimiento 7.

A las 5 de la mañana,
los ingleses llegan por todos lados.
Norte, oeste, noroeste, suroeste.
Son más.
Tienen más.
Tiran más.

Los argentinos están cansados.
Están heridos.
Están con la munición en los huesos.

A las 6.30 llega la orden:
replegarse.
Bajar.
Salir como se pueda.
Y el monte, como un dios celoso,
no los quiere soltar.

De los 300 que pelearon en Monte Longdon,
solo 90 llegaron caminando a Puerto Argentino.
El resto —dice la historia—
quedó como parte del paisaje.
Pero los hermanos no vieron paisaje.
Vieron una historia escrita en sangre,
con letra temblorosa
y tinta de silencio.

Gonzalo se agachó.
Besó el suelo.
—Esto no se olvida, —murmuró.
—Ni se perdona —agregó Gastón.
Marcos no dijo nada.
Anotó:

“Monte Longdon no fue solo una batalla.
Fue un rugido de piedras,
un grito de patria,
una lección que aún no hemos aprendido.”

Monte Longdon no tiene tumbas.
Pero es un cementerio.
No tiene estatuas.
Pero está lleno de héroes.
No tiene banderas.
Pero ondea el recuerdo de los que,
en la noche más larga,
se hicieron eternos.

Y ahí estuvieron los tres hermanos.
Testigos de lo que ya nadie quiere mirar.
Huérfanos de guerra,
hijos del olvido,
sembradores de memoria.

viernes, 26 de enero de 2024

Estación Surf Bay: donde la arena blanca se cruza con la historia

A pocos kilómetros de Stanley, en el camino que bordea el viejo aeropuerto, nos topamos con un rincón inesperado: Surf Bay. Parece una postal del Caribe. Arena blanca, finísima, que se hunde bajo los pasos como si el suelo respirara. Aguas cristalinas que rompen suavemente en la orilla, y el cielo que se multiplica en la transparencia del mar.

Todo invita al descanso, al asombro, a la pausa. Pero el viaje que emprendimos no es sólo turístico. Es también político, histórico, emocional.

Ese día, mientras caminábamos por la playa, un grupo de delfines apareció a pocos metros de la costa. Iban y venían, dibujando arcos con sus cuerpos entre las olas. Jugaban o simplemente nos acompañaban. Fue un instante mágico, uno de esos que el tiempo guarda con delicadeza. Nos quedamos en silencio, mirando. Agradeciendo.

Pero incluso en un lugar tan sereno como este, la memoria no se borra. Porque Surf Bay es parte de un territorio disputado, parte de una herida abierta en la historia argentina. Y aunque la belleza del paisaje pueda hacernos olvidar, por un momento, los dolores del pasado, nuestro viaje siempre tuvo un propósito más hondo.

Vinimos a ver, a escuchar, a caminar estas tierras para contar cómo se ven hoy las Islas Malvinas. Pero sobre todo, vinimos como argentinos, a poner el cuerpo a la memoria, a recorrer con respeto y compromiso los escenarios de una historia que todavía se está escribiendo.

Surf Bay nos mostró otra cara del archipiélago: la calma, la vida marina, la posibilidad de contemplar sin ruido. Pero incluso allí, entre la arena blanca y el mar helado, resonaba la misma pregunta que nos trajo hasta acá:


¿Qué significa la soberanía cuando se camina con los pies descalzos sobre un suelo que todavía duele?