jueves, 30 de octubre de 2025

El día de Diego, es todos los días.

Un viaje por las palabras. Por los sentimientos. Por el Diego. Pues, en todos los viajes que he emprendido, en mi mochila, hubo una camiseta de Maradona. Hoy, mí hijo, lleva las camisetas de Maradona pegadas en la piel. Les comparto una narrativa del Diego, Román y quién les escribe.

—Papá —dijo Román, con esa seriedad chiquita que tiene cuando algo le importa—, ¿hoy cumple años Diego, no?

Asentí despacio. Afuera ya era tarde y el cielo tenía ese celeste profundo, casi maradoniano, que justo se enciende cuando el día se apaga. Estábamos en su pieza. La camiseta azul y oro colgaba de una silla; la del Napoli estaba doblada sobre la cama. El cuadro de Diego, con los rulos desordenados y la sonrisa más rebelde del mundo, nos miraba.

—Sí, hijo. Hoy cumple años el más grande de todos —respondí, casi como quien dice una verdad sagrada.

Román agarró una figurita que tenía de Diego. La pasó por los dedos como si fuera una estampita de santo. Yo me sonreí. A veces pienso que sin querer estoy criando un pequeño barrabrava filosófico. O un poeta futbolero. O, tal vez, un defensor de los sueños más injustos y hermosos.

—Papá… —dudó un segundo—. ¿Vos lo querías tanto porque hacía muchos goles?

—Hacía magia con la pelota —le dije—. Y eso ya sería suficiente. Pero yo lo quiero más por lo que era afuera de la cancha. Por cómo defendía a los que nadie defendía. Por cómo le hablaba a los poderosos sin agacharse.

Román me miró como quien escucha una historia que quiere que se le meta en el corazón.

—¿Como cuando dijo “Bush es un asesino, prefiero ser amigo de Fidel”? —preguntó, orgulloso de recordar una frase.

—Exacto —respondí riendo—. A algunos les gustan los héroes calladitos. Pero Diego no nacía para callar. Diego nació para incomodar.

Román se quedó serio un instante. Después levantó la vista hacia el cuadro.

—¿Era bueno, papá?… O sea… ¿bueno-bueno?

Respiré hondo. No hay nada más difícil que explicar un héroe real.

—Era humano —contesté—. Y los humanos somos mezcla de luces y sombras. Él lo sabía. “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”, dijo una vez. Eso, hijo, es tener dignidad: reconocer los errores pero no dejar que te quiten lo que construiste con amor.

Román se sentó al borde de la cama y apoyó la cabeza en mi brazo.

—A mí me gusta cuando dice lo del barrio privado —murmuró—. Porque yo también nací en un barrio… no pobre, pero sí conocí chicos en la Pode, sin muchas cosas.

—Eso es hermoso que lo sientas —le dije, despeinándole los rulos—. Diego decía que había nacido en un barrio privado; “privado de agua, de luz, de teléfono". Pero también decía que salir de ahí, sin olvidarte de los tuyos, es más grande que cualquier copa.

Román frunció el ceño, pensando.

—Vos siempre me decís que uno no tiene que olvidarse de dónde viene.

—Claro —respondí—. Porque el que olvida, se pierde. Y también pierde a los suyos. Diego siempre estuvo con los de abajo. ¿Sabés cuántos futbolistas llegan arriba y después se hacen amigos del poder?

—Muchos —dijo Román, como si hubiera vivido diez mundiales—. Pero él no.

—No. Él veía injusticia y saltaba. Él decía cosas que duelen. ¿Te acordás lo que dijo cuando entró al Vaticano? “Cuando entré al Vaticano y vi todo ese oro me convertí en una bola de fuego”. Porque él sabía que con ese oro se podía ayudar a millones.

Román abrió los ojos, enormes.

—Entonces, papá… ¿Diego peleaba?

—Siempre. En una discusión por televisión gritó: “Lástima no se le tiene a nadie, maestro. Pelealo, tenele bronca, pero lástima a nadie”. Era así. Valiente. A veces imprudente. Pero siempre con el corazón del lado correcto.

Hicimos silencio. Ese silencito ritual donde uno se imagina cosas grandes: una pelota girando entre piernas inglesas; un puño en alto; un pueblo festejando en la calle; un país que por un rato fue feliz.

—Papá —dijo Román, casi en susurro—. ¿Qué fue lo de la mano de Dios?

Sonreí despacio. Gran pregunta para un niño. Gran pregunta para cualquiera.

—Fue una “travesura” y un acto de rebelión al mismo tiempo. Los ingleses nos habían humillado en la Guerra de Malvinas. Y él, con una mano chiquita pero gigante, le dijo al mundo que existíamos. Fue injusto… y justo a la vez. Fue humano. Fue poético. Y después hizo el mejor gol de la historia para que nadie dude de quién era el dueño de ese partido.

Román abrió la boca en un “wow” silencioso. Después, como si recordara algo grande, dijo:

—¿Y lo de que “le cortaron las piernas”?

—Eso lo dijo cuando lo sacaron del Mundial del 94 —expliqué—. Fue duro. Lo sacaron por pelear contra los de arriba otra vez. Contra los que manejan la FIFA, la tele, la plata. Cuando lo querían fuera, lo sacaban. Diego lo sufrió. Mucho.

Román bajó la cabeza.

—Pobrecito…

—No, hijo —lo corregí suave, levantándole el mentón—. “Lástima a nadie”. Lo dijiste recién. A Diego no se lo llora solo por triste. Se lo recuerda vivo, peleador. Con una pelota que nunca se mancha. No fue un santo. Pero dejó una luz enorme, ¿entendés?

Román pensó. Se tomó su tiempo. Después dijo:

—Entonces él era como… como un superhéroe raro. No perfecto. Pero de los buenos.

—Ésa es la mejor definición de Maradona que escuché en mi vida —respondí, riéndome y casi llorando.

—¿Y vos por qué lo querés tanto, papá?

—Porque nos enseñó que los sueños valen, aunque nazcas abajo. Que se puede llegar al cielo pateando una pelota con alegría y con bronca. Que se puede estar con los pobres y no pedir perdón por eso. Que cuando todo el mundo te dice que te calles, vos podés gritar más fuerte. Y porque el fútbol nos da alegría, hijo. Él siempre decía que, si volviera a nacer, sería jugador de fútbol.

Román sonrió.

—¿Y vos? ¿Qué querés ser si volvés a nacer?

Lo miré. Qué pregunta. La vida a veces se resume en la voz de un niño.

—Quiero volver a ser tu papá —dije—. Y quiero enseñarte a amar al pueblo, a la justicia, a la pelota, al que no se rinde. Quiero que siempre tengas memoria. Porque si olvidamos, otros deciden por nosotros.

Román me abrazó. Cortito, de esos que dejan calor por dentro.

—Papá —susurró—, si algún día hago un gol… ¿puedo señalar al cielo como Diego?

—Podés —le dije—. Pero más importante: cuando veas una injusticia, también levantá la voz. Porque ahí también está Diego.

Román saltó de la cama, corrió a su cajón y sacó la camiseta del Napoli. Se la puso.

—Vamos a jugar un rato, papá. Hoy tenemos que celebrar.

Me reí. Lo seguí hasta el patio. La pelota nos esperaba. La noche también. En el cielo, la luna parecía una pelota perfecta.

Antes de patear, Román me miró y preguntó:

—Papá… ¿y cuál fue su sueño?

—Tenía dos —respondí—. El primero fue jugar un Mundial y ganarlo. Y lo hizo. El segundo era que todos los chicos tuvieran una pelota y una casa para vivir. Ese… todavía lo tenemos que cumplir nosotros.

Román tomó carrera. Le pegó con el empeine. La pelota salió alta, hermosa, como un sueño en vuelo.

—Papá —gritó riendo—. “Ganarle a River es como que tu mamá te despierte con un beso”. ¡Eso decía Diego! En dos semanas, jugamos el superclásico y tenemos que ganar.

—¡Y qué razón tenía! —le contesté, mientras la pelota caía del cielo como un recuerdo, como una promesa.

Y ahí, entre risa, amor y memoria, entendí una vez más por qué lo seguimos queriendo:
porque Diego no fue eterno por perfecto, sino por humano: porque nos enseñó a no arrodillarnos, porque la pelota, aunque la ensucien otros, no se mancha y porque la infancia, como la patria, se defiende jugando.

Foto 1: La Paternal (Bs As)

Foto 2: Estadio Azteca (México)

Foto 3: Santa Clara (Cuba)

Foto 4: La Quiaca (Jujuy)

Foto 5: Villa María (Córdoba)

Foto 6: Cementerio Argentino (Islas Malvinas)

Foto 7: La Poma (Salta)

sábado, 13 de septiembre de 2025

Microrrelatos viajeros: Punta del Este, espejismo de sal


Allí donde el mundo se maquilla para salir en la foto,
llegamos nosotros, descalzos y sin prisa.
Punta del Este brillaba, pero Román solo quería arena.
Y la encontró. Y se la comió.
Porque a los uno, todo se prueba con la boca.
Hasta el mar.

Gonzalo miraba los yates como quien espía otros sueños.
Y Tamara, con el pelo al viento,
reía como si el viento le hiciera cosquillas en el alma.

La mano gigante salía de la arena.
Román se acercó y le dio la suya.
Dos manos: una de piedra, otra de carne.
Y por un segundo, el arte fue abrazo.

Comimos en un lugar caro.
Tan caro, que lo más barato fue la risa.
Porque reír juntos ahí,
entre turistas bronceados y mozos con moños,
era como tirar una bomba de ternura en medio del marketing.

Punta del Este se quedó atrás.
Brillante, sí.
Pero lo que brillaba de verdad venía con nosotros en el asiento de atrás,
dormido, con los labios llenos de arena.


lunes, 8 de septiembre de 2025

Microrrelato viajero: Gendarmería y una mujer humillada

 

Cuerpo

La frontera entre Argentina y Bolivia no es solo geografía.
Es una herida.
Una cicatriz que sangra todos los días.

Yo estaba esperando el colectivo
cuando vi a la Gendarmería discutir con una mujer.
Ella intentaba explicar.
Ellos gritaban.
Ella mostraba papeles.
Ellos no miraban.

Me acerqué.
Interrumpí.
Dije algo como “tiene derecho”.
Y ahí el problema fui yo.

Me detuvieron.
Me empujaron.
Uno me gritó en la cara.
Mi corazón se volvió tambor.
Mis manos temblaban,
pero no me moví.

No me importaba quedarme ahí.
No podía dejarla sola.

Alma

Ese día sentí que la patria era ella.
La mujer humillada.
La frontera como cárcel.
Y mi cuerpo como escudo.

Mi madre me enseñó a no callarme.
Mi adolescencia anárquica me enseñó a intervenir.
Y la justicia social…
esa me enseñó a estar donde más duele.

Respiré profundo cuando me soltaron.
Respiré con rabia.
Respiré con amor.



miércoles, 6 de agosto de 2025

Microrrelato viajero: Viajar por América Latina...


Viajar por América Latina es sumergirse en un mapa que respira, que canta, que resiste.
Es descubrir que las fronteras no dividen, sino que susurran historias comunes de lucha y esperanza.
Es caminar por calles empedradas donde aún resuenan los pasos de nuestros abuelos,
y cruzarse con miradas que, sin hablar, reconocen un destino compartido.

Es desayunar arepas en Bogotá, almorzar ceviche en Lima y cenar empanadas en Buenos Aires,
sintiendo que el corazón late al ritmo de cada pueblo.
Es bailar cumbia, tango, samba y huayno,
y entender que la música es un idioma sin pasaporte.

Viajar por América Latina es abrazar las contradicciones:
la riqueza de la Pachamama junto a la miseria impuesta,
la ternura del pueblo frente a la violencia de los poderosos.
Es ver las cicatrices del colonialismo y sentir el fuego de la rebeldía que aún arde.

Es compartir una cerveza con un desconocido que se convierte en compañero,
es perderse en un mercado y encontrarse en una conversación sincera.
Es subirse a una combi que no parece llegar nunca y bajarse con una anécdota inolvidable.

Es encontrarse con la selva, el altiplano, el Caribe, los Andes, el desierto,
y saber que todos habitan en un mismo pecho: el nuestro.
Es reencontrarse con la madre tierra en cada paso descalzo,
y pedirle permiso para seguir caminando.

Viajar por América Latina es sentir que el Sur no es el fondo,
sino la raíz.
Que el futuro no está en el norte,
sino en los abrazos que tejemos aquí, entre nosotros.

Es entender que la historia no se lee solo en libros,
sino en los muros, los cantos, las heridas y las manos curtidas de los pueblos.
Es reconocer que cada paso es también una elección:
de qué lado de la historia queremos estar.

Viajar por América Latina es, en el fondo, volver a casa.
Aunque nunca hayas estado ahí antes.
Porque hay algo en la tierra, en la lengua, en la lucha,
que te dice: “Sos parte”.
Y entonces sabés que este viaje no termina,
porque vos también sos América Latina.

martes, 5 de agosto de 2025

Microrrelatos viajeros: Viajar en Colombia es caminar sobre un libro abierto, donde cada página huele a café recién tostado y a tierra mojada.


La Candelaria, en el corazón de Bogotá,
te recibe como un viejo cuento que aún vibra en los muros.
Yo estoy ahí, en la plaza del Chorro de Quevedo,
con la cámara invisible de la memoria encuadrando la escena.
Las casas coloniales, de techos rojos y colores que gritan,
parecen actores esperando su turno para hablar.
Y hablan.
Hablan de revoluciones, de poetas, de pueblos,
de historias que no entran en los manuales.
En esa esquina, un hombre pinta con palabras,
en la otra, una mujer danza con la brisa.
El teatro: la vida.
Los protagonistas: nosotros.
Turistas, locales, vendedores, mochilas llenas de dudas,
y sonrisas que se cruzan sin pedir traducción.
Bogotá es altura que corta el aliento,
pero también es abrazo.
En cada empedrado, una canción no cantada;
en cada grafiti, una verdad no dicha por televisión.
Tomamos una cerveza artesanal,
brindamos con desconocidos que ya son compañeros.
Alguien recita a García Márquez,
otro grita un rap sobre justicia y despojo.
Las palabras cuelgan en el aire como banderas sin patria.
Viajar en Colombia es entender que la historia sigue latiendo,
que la memoria tiene olor a arepa,
que no hay frontera más fuerte que la del prejuicio
y que cruzarla es abrirse a la belleza.
Los cerros miran desde arriba,
como guardianes antiguos del caos y la ternura.
Y uno se siente pequeño,
pero también parte de algo más grande.
Hay algo sagrado en caminar estas calles,
como si cada paso sellara un pacto con el presente.
Una promesa de volver, o al menos de no olvidar.
Viajar en Colombia no es escapar,
es llegar.
Llegar a uno mismo en el reflejo de los otros.
A veces la historia es dolorosa,
otras, es pura cumbia y carcajada.
En La Candelaria, el arte no es un lujo,
es una necesidad.
Que la poesía vive en la calle,
y la política también.
Que la vida se defiende con alegría,
y que resistir también puede ser bailar.
Allí, donde todo se mezcla,
sentí que estaba en escena.
La ciudad era el telón,
el instante era el guion.
Y yo, sin decir nada, actuaba.
Porque en Colombia no se viaja,
se habita.
Se sueña, se pregunta,
se escribe con los pies lo que el alma quiere decir.
Y en cada paso,
uno se convierte —sin saberlo—
en parte del relato.



jueves, 24 de julio de 2025

Microrrelatos viajeros: Cruzar los Andes en bicicleta

Cuerpo


Subir pedaleando esa cordillera
fue ir cuesta arriba también por dentro.
El aire faltaba.
El frío pegaba en los nudillos.
Y sin embargo,
había algo más grande:
esa certeza de estar ganando
cada metro con el alma.
No llegué a ninguna cima;
la cima fue el viaje.

Alma


La libertad no se encuentra al llegar,
se desata al partir.
Es el momento
en que el viento sopla en contra
y vos igual seguís caminando.
No se compra,
no se enseña,
no se gana:
la libertad es el polvo que dejás atrás
cuando elegís tu propio rumbo.



miércoles, 2 de julio de 2025

Microrrelatos viajeros: Dormir en el eco del andén, Cochabamba

El cuerpo que camina, el alma que recuerda

Cuerpo

El paro de transportes
nos dejó varados a muchos.
Yo, solo.
La mochila como almohada,
el suelo como patria pasajera.
Bancos metálicos y fríos,
murmullos de otros cuerpos rendidos,
y esa luz amarilla del pasillo
que no duerme nunca.

“Para mí la vida es un viaje”, me repetí,
mientras una señora a mi lado
me ofrecía pan,
y un niño compartía su risa
con las palomas del hall.

El frío no era solo del clima,
era esa soledad que entra como niebla.
Pero entre cobijas prestadas
y silencios compartidos,
algo en mí se abrigó.
Sentí una calidez que no sabía que buscaba.

Alma

A veces los oleajes del cotidiano
te arrastran hasta el cemento.
Y sin embargo,
el frío y la soledad
pueden transformarse en abrigo,
cuando alguien te mira a los ojos
y reconoce en vos
a otro viajero,
a otro corazón
con hambre de horizonte.

"El verdadero guerrero es invencible porque no lucha contra nadie. La victoria se logra venciendo la discordia en uno mismo. Y la paz no es un refugio, es una práctica cotidiana. Aun en medio del ruido y del frío, es posible sembrarla." El arte de la paz

martes, 1 de julio de 2025

Microrrelatos viajeros: Introspección en la selva brasileña

Cuerpo

 

La selva me cercó.
Insectos, humedad, jadeos.
Pero lo más espeso era lo de adentro.
Allí, sin nadie,
me encontré conmigo.
Y no me gusté.
Pero no hui.

 

Alma

 

No hace falta ir lejos para viajar.
A veces, cerrar los ojos

y escuchar el silencio de adentro
es el viaje más largo

y más honesto.
El equipaje: tus preguntas.
El destino: vos mismo.

domingo, 8 de junio de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 6: Montañita - Salinas, la ruta del estiércol (Ecuador)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Montañita era fiesta,
pero yo me fui en un camión que olía a campo.
La bosta de ganado se movía con cada curva
y yo con ella.
Iba entre moscas, calor y risas de dos gringos
que hablaban de política y mujeres como si fueran lo mismo.
Yo callaba.
Me agarraba fuerte a una soga
y pensaba en el lujo de ese viaje inmundo.
Porque a veces la dignidad no está en lo limpio,
sino en lo libre.
Y yo, embarrado, sudado y feliz,
iba camino al mar.

Alma

Me reí solo.
Porque mientras el mundo cree que viajar es postales,
yo me abrazaba al olor a bosta
como quien abraza su propia historia.
No vine a buscar belleza,
vine a encontrar verdad.
Y la verdad tiene moscas,
y tiene barro,
y tiene momentos en los que decís:
“¿Qué carajo estoy haciendo acá?”
Pero después llega el mar,
y entendés.

viernes, 9 de mayo de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 5: Mompiche, viajar con la basura

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Subí al volquete con dos recolectores
y un olor que no se olvida.
El camión traqueteaba como si también vomitara su carga.
Iba sentado sobre bolsas negras que se movían.
Uno comía mango.
Otro me ofreció un mate.
Yo solo pensaba en no caerme.
El viento me escupía la cara,
y la carretera me cantaba en ritmo de cucarachas.
Llegamos a Esmeraldas sin saber si era mañana o tarde.
Pero yo bajé con una certeza:
la mierda viaja, sí,
pero también enseña.

Alma

Nunca estuve tan sucio,
pero tampoco tan claro.
El olor me desnudó el ego.
El viaje me limpió el alma.
En esa mugre descubrí que la dignidad no es una fragancia,
es una manera de mirar sin vergüenza.
Los que iban conmigo no sabían mi nombre,
pero me hicieron un lugar.
Y eso, en un mundo que descarta,
es una forma hermosa de ser visto.


sábado, 26 de abril de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 4: Frontera, donde nadie es de nadie (Costa Rica-Nicaragua)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

La frontera entre Costa Rica y Nicaragua no tenía camas.
Solo camiones, humo, calor seco.
Dormí sobre mi bolsa,
al lado de un perro flaco y un migrante que roncaba en italiano.
La noche no tenía dueño.
Las moscas sí.
El pasaporte bajo el pantalón.
El alma en la garganta.
Cuando me quedé dormido,
soñé que no había líneas, ni sellos, ni aduanas.
Solo caminos.

Alma

Dormir en una frontera es aceptar que no sos de ningún lado.
Que tu nombre no pesa más que un papel,
que tú historia se resume en un sello.
Ahí entendí que todos, en el fondo,
somos un paso en tránsito,
una pregunta sin respuesta.
Esa noche me sentí más cercano a los desposeídos,
a los que no tienen patria
pero aún tienen pies para seguir.

jueves, 3 de abril de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 3: San Salvador, en la sala de espera (El Salvador)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

La guardia del hospital olía a desinfectante y espera.
Dormí sentado, o algo parecido.
Los gritos venían de cuartos que no vi,
y la luz nunca se apagaba.
Una enfermera me dio un té sin azúcar
y me preguntó de dónde venía,
como si eso explicara por qué yo estaba ahí
sin fiebre, sin herida,
solo con hambre y una mochila.
Dormí poco.
Desperté con un niño mirándome fijo.
No dijo nada.
Pero me sonrió como si yo fuera parte de su cura.

Alma

Esa noche me pesaba el cuerpo.
No por el cansancio, sino por la soledad.
Las urgencias ajenas me atravesaban,
aunque no me doliera nada.
Dormir ahí fue aprender a callar.
A ocupar espacios sin molestar.
A mirar a los ojos sin entender el idioma.
Y ese niño,
con su sonrisa muda,
fue la medicina que yo no sabía que necesitaba.

viernes, 28 de marzo de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 2: Playa Herradura, dormir sin tierra (Costa Rica)

Esta publicación pertenece a seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este relato, pertenece al primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Esa noche el mar fue mi piso,
y la lancha, mi cuarto sin paredes.
El motor dormía,
pero el agua hablaba bajito, todo el tiempo.
Dormí acurrucado junto a un bidón de gasolina
y dos pescadores que roncaban como el viento.
Las estrellas eran muchas, pero lejanas.
El miedo también.
Entre el vaivén de la marea y el eco de la costa,
entendí que hay noches donde no se duerme,
se flota.

Alma

Nunca me sentí tan lejos de todo.
Ni de la costa,
ni de la tierra,
ni de las certezas.
Dormir ahí fue rendirme:
a la marea, al insomnio,
a la parte de mí que no necesita techo sino cielo.
El vaivén me arrulló como cuando era bebé.
Y en ese movimiento sin destino
me sentí amado por el mundo.

viernes, 14 de marzo de 2025

Microrrelatos viajeros - Capítulo 1: Capurganá, donde Dios duerme con los mochileros (Colombia)

A continuación, les presento los seis pares de relatos con sus respectivos títulos, divididos en "Cuerpo" (la experiencia) y "Alma" (el contrapunto emocional). Este sería, el primer bloque de un libro que nunca dejo de escribir: “Viajes del cuerpo y del alma”. Cada capítulo-par es una unidad que dialoga entre el afuera y el adentro.

Cuerpo

Dormí bajo un Cristo sin brazos,
que miraba al techo como si también esperara un milagro.
La iglesia de Capurganá tenía bancos de madera dura
y un silencio que no era santo:
era humano, cansado, tibio.
La noche caribeña entraba por las hendijas
y me abrazaba con olor a sal y perros.
Dormí con la mochila de almohada
y un salmo mal recordado como manta.
Soñé con barcas.
Y con alguien que me decía que incluso Dios viaja a dedo.

Alma

Esa noche no recé,
pero algo dentro mío pedía abrigo.
Dormir en una iglesia es como acostarse en los brazos de la infancia:
sabés que no te va a pasar nada…
pero igual te dan ganas de llorar.
Sentí el vacío de los que creen y de los que ya no.
El Cristo sin brazos era yo:
esperando que alguien me contuviera en la incertidumbre de la noche.

sábado, 8 de febrero de 2025

Estación Chile: Concepción y el eco de los abrazos

Caminando, caminando voy buscando libertad ojala encuentre camino para seguir caminando. Víctor Jara

Desperté con el rumor de la lluvia resbalando por las chapas del techo. No había reloj cerca, pero supe que era temprano. Esa clase de temprano que sólo existe en las ciudades del sur: húmedo, gris, pero lleno de presencias. Yohan ya estaba despierto, con una taza humeante entre las manos y un libro de Soiciología abierto sobre la mesa. Me saludó con una sonrisa que era más caribeña que el cielo y me ofreció café. Esta vez, uno bueno.

Nos sentamos en silencio. A veces no hay que decir mucho para estar juntos. Las palabras sobran cuando hay memoria compartida. Diez años atrás nos habíamos abrazado por última vez en Camagüey, Cuba, bajo un cielo limpio de mayo, jurándonos que el tiempo no nos ganaría la pulseada. Y ahí estábamos, cumpliéndolo. Venciendo al olvido a fuerza de afecto.

Salimos a caminar por Concepción. La ciudad se abría paso entre soles y resistencias. “Esta ciudad tiene memoria”, me dijo Yohan, mientras pasábamos por la Universidad. “Aquí quemaron libros, persiguieron estudiantes, desaparecieron obreros. Pero también aquí nació Víctor Jara. Y el canto no ha sido silenciado del todo”. Lo escuché como quien escucha una oración laica. En su voz había historia, pero también esperanza.

Pasamos por murales desgastados que hablaban del estallido social, del 2019, de los cabros que salieron a la calle con piedras en la mano y dignidad en el pecho. Yohan me contó de las marchas, de las asambleas populares, de las ollas comunes en la plaza. “Chile despertó, hermano”, me dijo. Y en su mirada había una mezcla de orgullo y cansancio.

Yo venía de una Argentina donde la memoria también arde. Del fuego en El Bolsón que intenta borrar rastros mapuches. De un presidente que desprecia la historia como si fuera un lastre. De un pueblo que resiste, sí, pero que sangra. Le hablé de eso. De la tristeza que me provoca ver a la gente comer de la basura mientras los ricos sonríen en cadena nacional. Yohan no dijo nada al principio. Me miró con los ojos llenos de Cuba y me abrazó.

“Esto que sentimos, esto que duele, es también un privilegio”, dijo al fin. “Porque no estamos anestesiados. Porque todavía nos indigna. Porque todavía soñamos.” Y entendí. La sensibilidad, incluso cuando duele, es una forma de no rendirse.

Caminamos hasta el río Bío Bío. Amplio, calmo, casi indiferente. Como si contuviera siglos de historia bajo su corriente. Me detuve a mirar las aguas y pensé en todos los cruces que había hecho en el viaje. El de los Andes, sí. Pero también el de la nostalgia. El del reencuentro. El de la paternidad. Porque en cada paso había sentido el eco de Román, su vocecita preguntando cuándo volvía. De Tama, su abrazo largo y lleno de sentido. De Zarité, su cola quieta esperando tras la puerta.

Ahí, en ese río inmenso, me permití un gesto infantil. Escribí sus nombres con el dedo sobre la baranda húmeda: “Tama. Román. Zarité.” Como quien deja un rastro invisible para no perder el camino de regreso.

Esa noche, Yohan cocinó congrí. Me dijo que era receta de su abuela, “una vieja bruja habanera que curaba con plantas y cantos”. Mientras cocinaba, puso música: Silvio, Pablo, Buena Vista. Cuba sonando en Chile, conmigo como testigo. Comimos lento, como se come entre amigos que no quieren que la noche termine. Me habló de su militancia, de su trabajo, del idioma que ya mezcla acentos. Me habló de su pareja, de sus miedos, de su fe en la educación popular.

Yo le hablé de los míos. De las clases en el Plan Fines, de mis estudiantes adultos, de cómo el aula puede ser una trinchera si se la habita con amor. Le hablé de mi familia, de mi deseo de criar a Román en un mundo donde el amor no sea excepción, sino regla. Y en ese diálogo entre cubano y argentino, entre dos sobrevivientes del desencanto, construimos una trinchera común.

Antes de dormir, me mostró unas fotos de su infancia. Calles de La Habana. Bicicletas oxidadas. El mar como fondo eterno. Y me dijo: “Lo que más extraño de Cuba no es el mar. Es la gente. La forma en que te saludan, aunque no te conozcan. El modo en que te miran como si fueras parte del barrio.” Lo entendí sin esfuerzo. Porque algo de eso había traído en el abrazo de ese reencuentro.

Al día siguiente, fui al mercado de Concepción. Compré café, unas zapatillas para Román y un libro de Neruda viejo y usado, con dedicatoria incluida: “Para que nunca falte la ternura.” Volví caminando bajo la lluvia. Pensé en mi madre, que siempre decía que la lluvia lava los pensamientos. Pensé en mi viejo, que está viviendo leyendo diarios viejos como quien busca claves en un rompecabezas roto. Pensé en mí, con el alma empapada, pero viva.

Me senté un rato frente al río. Saqué el cuaderno que llevaba en la mochila. Empecé a escribir esto. Con los dedos fríos, con el corazón caliente. Porque los viajes no terminan cuando se baja del bus. Terminan cuando se entiende por qué se hicieron.

Al quinto día, me despedí de Yohan con otro abrazo largo. Le prometí que no pasarían diez años más. Me miró fijo y dijo: “Sabés dónde estoy. Y sabés que siempre habrá café.” Nos reímos. Como dos cómplices que saben que lo importante no está en el punto de llegada, sino en la ruta que los une.

En la terminal, antes de tomar el bus de regreso, me quedé un rato observando a la gente. Rostros cansados. Bolsos llenos de ropa y esperanzas. Me sentí uno más. Un cuerpo en tránsito. Pero también un alma que había cruzado algo más que un país. Había cruzado la Cordillera, la incertidumbre, la soledad. Y había encontrado abrigo.

Volveré. A Bariloche. A mi familia. Pero también volveré a Concepción, algún día, cuando el corazón lo pida. Porque hay lugares donde uno deja parte de sí. Y hay abrazos, como el de Yohan, que sirven para recordar que el mundo aún guarda calor en medio de tanto hielo.