“No hay
héroes en la guerra. Solo hombres que no volvieron, y hombres que volvieron
rotos.”
—Luis Escobedo, excombatiente del Regimiento 7 de La Plata.
El monte no es alto.
Pero mide más que el cielo.
No se deja ver desde lejos.
Pero una vez que lo pisás,
ya nunca podés dejar de verlo.
Gastón
llegó primero.
Llevaba una piedra en la mano,
como si trajera una ofrenda.
Marcos venía con un cuaderno,
con las páginas vacías,
esperando que las escribiera la tierra.
Gonzalo traía una flor.
No sabía por qué, pero sabía para quién.
Nadie
hablaba.
Porque el silencio se imponía como una orden militar.
Porque hablar ahí era como gritar en una iglesia de huesos.
Porque las piedras, las mismas, estaban aún calientes.
De rabia.
De memoria.
De pólvora.
Los
hermanos caminaron sin prisa.
En cada paso sentían algo.
Algo que no sabían nombrar.
Un nudo.
Un golpe.
Un vacío.
“Yo sentí
el miedo trepándome por la espalda como un bicho.
Y aun así me quedé. Porque era eso, o dejar que los ingleses pasaran por encima
de todos.
Esa noche no dormimos. Ni nosotros ni la muerte.”
—Juan Carlos Alderete, exsoldado conscripto.
Monte
Longdon.
11 de junio de 1982.
Las 20.30.
El fuego
de artillería británico corta el cielo en tiras.
Los cables telefónicos se rompen.
Las órdenes se deshacen en el viento.
El Subteniente Baldini informa que el enemigo está encima.
Va al frente.
Muere al frente.
El Cabo Ríos muere a su lado.
No hay tiempo para rezos.
Solo disparos.
Y la certeza de que el mundo se parte en dos:
los que pelean,
y los que los olvidan.
—¿Dónde
están ellos? —preguntó Gastón, bajito.
—En todas partes —dijo Marcos, sin dejar de escribir—.
Mirá el suelo. Mirá el cielo.
Están ahí.
Están en vos.
A las 23
hs el monte entero arde.
Los ingenieros atacan.
Recuperan posiciones.
Y vuelven a perderlas.
Las bengalas hacen de sol artificial.
Los cuerpos se cruzan.
Se huelen.
Se rasgan.
Se clavan.
“Nos
peleamos a bayoneta limpia. Cuerpo a cuerpo.
Yo tenía 19 años y un cuchillo oxidado.
Ese fue el infierno.
Pero también fue donde descubrí que el valor no está en matar, sino en
quedarse.”
—Carlos Andrada, Regimiento 7.
A las 5
de la mañana,
los ingleses llegan por todos lados.
Norte, oeste, noroeste, suroeste.
Son más.
Tienen más.
Tiran más.
Los argentinos
están cansados.
Están heridos.
Están con la munición en los huesos.
A las
6.30 llega la orden:
replegarse.
Bajar.
Salir como se pueda.
Y el monte, como un dios celoso,
no los quiere soltar.
De los
300 que pelearon en Monte Longdon,
solo 90 llegaron caminando a Puerto Argentino.
El resto —dice la historia—
quedó como parte del paisaje.
Pero los hermanos no vieron paisaje.
Vieron una historia escrita en sangre,
con letra temblorosa
y tinta de silencio.
Gonzalo
se agachó.
Besó el suelo.
—Esto no se olvida, —murmuró.
—Ni se perdona —agregó Gastón.
Marcos no dijo nada.
Anotó:
“Monte
Longdon no fue solo una batalla.
Fue un rugido de piedras,
un grito de patria,
una lección que aún no hemos aprendido.”
Monte
Longdon no tiene tumbas.
Pero es un cementerio.
No tiene estatuas.
Pero está lleno de héroes.
No tiene banderas.
Pero ondea el recuerdo de los que,
en la noche más larga,
se hicieron eternos.
Y ahí
estuvieron los tres hermanos.
Testigos de lo que ya nadie quiere mirar.
Huérfanos de guerra,
hijos del olvido,
sembradores de memoria.
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