A pocos kilómetros de Stanley, en el camino que bordea el viejo aeropuerto, nos topamos con un rincón inesperado: Surf Bay. Parece una postal del Caribe. Arena blanca, finísima, que se hunde bajo los pasos como si el suelo respirara. Aguas cristalinas que rompen suavemente en la orilla, y el cielo que se multiplica en la transparencia del mar.
Todo invita al descanso, al asombro, a la pausa.
Pero el viaje que emprendimos no es sólo turístico. Es también político, histórico, emocional.
Ese día, mientras caminábamos por la playa, un grupo de delfines apareció a pocos metros
de la costa. Iban y venían, dibujando arcos con sus cuerpos entre las
olas. Jugaban o simplemente nos acompañaban. Fue un instante mágico, uno de esos
que el tiempo guarda con delicadeza. Nos quedamos en silencio, mirando.
Agradeciendo.
Pero incluso en un lugar tan sereno como este, la
memoria no se borra. Porque Surf Bay es
parte de un territorio disputado, parte de una herida abierta en la historia argentina.
Y aunque la belleza del paisaje pueda hacernos olvidar, por un momento, los
dolores del pasado, nuestro viaje siempre tuvo un propósito más hondo.
Vinimos a ver, a escuchar, a caminar estas tierras
para contar cómo se ven hoy las Islas
Malvinas. Pero sobre todo, vinimos como argentinos, a poner el cuerpo a la memoria, a recorrer
con respeto y compromiso los escenarios de una historia que todavía se está
escribiendo.
Surf Bay nos mostró otra cara del archipiélago: la calma, la vida marina, la posibilidad de contemplar sin ruido. Pero incluso allí, entre la arena blanca y el mar helado, resonaba la misma pregunta que nos trajo hasta acá:
¿Qué significa la soberanía cuando se camina con los pies descalzos sobre un suelo que todavía duele?
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