El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!
¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste del mar?
En sueños, la marejada me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar. Padre,
¿por qué me trajiste acá?
Rafael Alberti.
Perecieron mis ojos al encontrarse con este
paraíso en el medio dela nada. Llegamos al mediodía acompañados de un calor que
nos corroía la piel. Al bajar del taxi abonamos los veinte bolos que costó el
traslado y el chofer muy despreocupadamente nos indicó:- “Esto es playa
Caribe”
-Nos miramos desconcertados. No había mercado, no había kiosco, ninguna
señal de urbanización exceptuando el inmenso mar caribeño vestido de un
turqueza tan claro que encandilaba, tres paradores con carpas y reposeras y un
grupo de turistas con sombreros raros.
-“¿Qué hacemos acá?” Nos miramos y reímos a
carcajadas. Dejamos las mochilas bajo un toldo abandonado y Pechu, cuan
comandante a cargo del ejército, salió a buscar refugio.
Nos recibió un muchachón de 27 años,
Alexander, nos indicó una posada cerca de allí donde podríamos dormir.
Entonces este caribeño de piel tostada por el
sol le prestó a Gonza su bicicleta. La suerte le dio la espalda al yiramundi
que clavó una espina considerable sobre la cubierta del rodado y lo dejó a pie
de regreso a la playa y a Alexander sin el único móvil para trasladarse del
pueblo al trabajo. Nobleza obliga, repusimos la cubierta rota dándole cien
bolos equivalentes al arreglo del rodado.
El hostal costaba unos 2500 bolos ($450) por
noche. Suma imposible de pagar para dos yiramundis que viajan por la carretera.
Asi que, con la mejor buena vibra, Ale nos ofreció poner la carpa en un parador
de la playa sin abonar ni un solo bolo.
¡No lo podíamos creer! De este modo se fueron
dando las cosas y armamos la carpa a diez pasos de este mar maravilloso.
Conocimos a Jose, otro caribeño muy
agradable, dueño del parador “La Sirena” quien nos brindó una muy buena
bienvenida dejándonos un sabrozo plato (pescado con arroz y vegetales) por 200
bolos el equivalente a $32.
El mediodía rajaba la piel y almorzamos
refrescándonos con unas birritas heladas a 15 bolos c/u ($3). Luego Jose nos
invitó unas cervezas más y bajamos al mar un poquito mareados a darnos un
chapuzón.
Alrededor de las seis de la tarde un mágico
atardecer nos invitó al encuentro. Allí estaban la luna y el sol. Uno,
partiendo. Regalando besos de amor. La amada contemplándolo sin poder tocarlo,
llenándolo de estrellas. Entonces el sol, apesadumbrado por no poder besarla,
se escondió tras el mar que lo arropaba dándole el consuelo que la noche le
quitaba. Las estrellas salieron a danzar y nosotros, acompañamos la melodía
tomando unos mates.
Nos presentamos ante Edgar, el guardia del
lugar quien nos indicó algunas normas
sobre el funcionamiento del lugar.
Cenamos unos fideos con atún y nos fuimos a
dormir a las diez de la noche.
La carpa estaba tibia, la cama dura pero
éramos felices.
Así como el sol y la luna esperaban el
encuentro armonioso con la bendición del mar, así nos abrazamos, recostados
sobre la brisa caribeña que, danzando sobre las olas, nos daba la bienvenida.
El segundo amanecer nos sorprendió con la
presencia de Araceli, una hermosa isleña de cuarenta años cuya hospitalidad y
armonía nos enamoró tanto como la isla misma.
Trabajaba en el balneario que en realidad era
la casona de un español llamado Antonio. Ella era la casera del lugar y se
encontraba viviendo allí hasta el regreso del patrón. Fuimos a saludarla. Como
todas las mañanas en la isla, esa mañana brillaba el sol con incandescencia.
Hacía mucho calor y Araceli junto a su hijita
Javieris de seis años y su sobrina, limpiaban la casona blanca.
Nos contaba de su vida en la isla. Que hacía
tiempo vivía allí pero que era oriunda de un pueblito llamado Cumanacoa. Que su
familia era humilde. Que su papá había fallecido. Que era la única mujer entre
cinco hermanos. Tenía cuatro hijos: dos varones y dos mujeres. Los dos mayores
estudiando en la universidad. También tenía un nieto de cinco meses y era
feliz.
Araceli nunca paraba de sonreír. Se
sorprendía con nuestros relatos. Todo en ella era una inmensa admiración. El
año entrante viajaría con los dólares que el gobierno chavista les daba: tres
mil dólares de los cuales sólo debería devolver cincuenta mil bolos, un
equivalente a ochocientos dólares. Quería conocer Panamá. Argentina, decía,
quedaba muy lejos.
Soñaba la isleña, tenía sueños atrapados en
un llamador. Sus ojos brillaban, su sonrisa era tan limpia como el mar que nos
abrazaba.
Esa tarde nos limpió el baño del balneario y
lo dejó disponible para nosotros.
Caía la tarde en playa Caribe y después de un
chapuzón refrescante, nos sentamos a contemplar el amanecer enredados en
palabras con nuestra amiga y su niña.
Entre palabra y palabra, le hablamos de
nuestro país, de la realidad que percibíamos y de la que nos querían hacer
percibir. Le hablamos de lo enamorados que nos tenía Venezuela y de nuestra
admiración por Chávez. Nos miró y sus ojos se nublaron en lágrimas que no se
animaban a escapar. Se conmovió al recordar al hombre que, para ella y para
tantos otros venezolanos, fue capaz de devolverles la esperanza y los sueños.
–“A Chávez lo matamos nosotros”- dijo.-“él murió por nuestra culpa. Estaba recién operado y
sin embargo salió a hacer campaña por su pueblo. No lo cuidamos. Yo lo
extraño”- También algunas lágrimas cayeron de nuestros ojos y recordamos el
cuartel de la montaña, las casitas de colores, el recuerdo de Hugo en cada
pared.
Al otro día desayunamos en la casona: cocotoa
y arepas que Araceli cocinó. A las ocho de la mañana partimos para Juan Griego
a recorrer sus calles y conocer a su gente.
Paramos un carro (taxi) que nos cobró 40
bolos ($6). El chofer nos enriqueció con una copla dedicada a su pueblito
Altagracia. Copla que gravamos para tenerla en la posteridad.
Nos encontramos con un hermoso pueblo:
lanchitas de pescadores bordeaban la costa del lugar, en ella cientos de pelícanos
miraban a la gente pasar. Casitas coloniales vestidas de muchos colores adornan
sus calles, una plaza que enaltece el nombre del libertador Bolívar, como casi
todas las plazas en Venezuela, constituye el centro del lugar, rodeada de
puestos de diferentes tipos.
Caminamos hacia la terminal y fuimos testigos
de un velorio en plena calle, cortada por los familiares y amigos del fallecido
que moraba dentro del hogar.
Regresamos a Playa Caribe a las ocho de la
noche y cenamos junto a Araceli quien nos preparó un arroz con pollo y mazorca
(choclo).
La noche estaba tempestuosa. Un viento muy
fuerte soplaba en la isla. Estaba triste la luna que nos despedía. Tan triste
como nosotros de despedirla.
Como un regalo del cielo, Araceli nos ofreció
dormir la última noche en la casona así que armamos las mochilas y descansamos
serenos.
Partimos muy temprano al otro día y al
despedirnos nuestra amiga nos obsequió una virgencita de la isla:- “Para que
los cuide en el camino”- nos dijo y la abrazamos muy fuerte para no soltarla
nunca.
Con el corazón lleno de nostalgia nos
despedimos de playa Caribe. Dejamos allí a tres amigos increíbles. Regresamos a
paso lento hasta Juan Griego y llegando al pueblo, un taxi se apiadó de
nosotros y nos transportó hasta la terminal. Allí subimos a un bus con destino
a Porlamar para luego tomar otro camino a Punta de Piedras.
Al subir al ferri nos despedimos
definitivamente de la isla, de la luna, de su mar cálido y cristalino y de su
gente humilde, noble y curtida por el calor del sol.
Cargados de nostalgia llenamos la memoria.
Ahora ellos también viajan en nuestras mochilas.
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