sábado, 12 de julio de 2014
Estación Mancora
El sol matutino quebraba la soledad del asfalto sobre la
Panamericana, caminamos cinco cuadras hasta el “Camping de Tito” y allí moramos
doce días a diez soles cada uno. Armamos nuestra carpa y tomamos unos mates. El
lugar cuenta con cocina, un ambiente común con hamacas y televisión, baños con
ducha y un patio central que une las distintas galerías techadas donde se arman
las carpas. Cubren la totalidad del espacio, miles de granos de arena que
ambientan la calidez del camping, ubicado a una cuadra del mar.
Ubicados y relajados, salimos a recorrer las callecitas de
este pueblo que alguna vez supo verse ahogado por el pacífico bravío que se
enoja salvajemente durante la corriente del niño.
Trascendental destino, éste que nos encontró en tierras
ancestrales cuyas melodías se revelan a orillas de un mar cálido y verde. La
energía fluye sobre arenas y piedras incaicas que despertaron en nuestros
espíritus, nuestros más profundos sentimientos de hermandad y encuentro con
nosotros mismos.
Allí, construimos cimientos de amistad que se tejieron entre
mates, guitarras, tambores y melodías diurnas. Muchos fogones fueron testigos
de charlas a orillas del mar, entre guitarras y buena hierba.
Trece soles alumbraron nuestros días: Oski, Ale, Tony, Ema,
Facu, “el Parce” Nelson, Nico “la rubia”, Tavo, Flor, Sergio, Kyle, los
uruguayos Noe y Nico. En inmensa comunidad fuimos concertando verdades
supremas, ésas que los libros son incapaces de relatar. Verdades que emergen
del alma descuidadamente y nos marcan para el resto de la vida.
Mis treinta años: La Pacha me regaló un sol radiante.
Mi compañero de vida, un beso de desayuno y a lo largo de una mesa, doce amigos
llenaron mi día de sonrisas y abrazos cálidos. Cuando la luna se asomó en el
firmamento limpio, el fuego se encendió en el horno de barro y cenamos pizzas,
de entradas más sonrisas y música de postre. La hermandad fue la protagonista
de la jornada y a la luz de una vela encendida me desearon felicidad y un nuevo
año de vida.
Testigos fueron las callecitas de Mancora y las orillas del
mar, testigos las palabras en una noche estrellada. Testigos los atardeceres
naranjas mientras la redonda rodaba sobre la arena, testigos los dioses
ancestrales que nos reconocieron en esta comunión. En el ritual llevado a cabo
cada mañana, los mates endulzaban horas de arte, enredados en alpaca e hilos de
colores. Tejieron cimientos las cuerdas de una guitarra y los tambores
resonantes de un cajón peruano. Enlazados en la indescriptible inmensidad de la
luz, sabíamos que nos sentíamos familia, que construíamos en cada almuerzo,
sentados en una mesa larga, comida que alimentaba nuestros cuerpos y también
nuestras almas. Caminamos rendidos a los pies del camino, rodando como niños
sobre un medano muy alto. Cada jornada se vistió de risas y anécdotas,
confesiones de vida y lágrimas y cariño.
Sin encontrar mayor respuesta que la causalidad el mejor
paisaje que nos regaló la Pacha fue esta familia de locos lindos, seres de luz
que nos hicieron inmensos.
Amaneció el día de la despedida y un nudo en la garganta
oprimía el pecho. A la nochecita nos despedimos de cada uno de nuestros hermanos,
nos abrazamos como si fuese el último abrazo pero también el primero. Buenos
deseos, buen camino, buena vida al regreso:-“Nos vamos a volver a ver”- nos
dijimos al unísono, sabiendo que significaba algo más que un simple deseo.
El bus con destino a Trujillo paró sobre la calle a las diez
de la noche. Abrazamos a Nico, a Noe y a Sergio Y emprendimos viaje camino
hacia el sur.
La serenidad que trasciende al tiempo y al propio espíritu
se encuentra cuando logramos alcanzar ese punto máximo de entendimiento: cuando
comprendemos que no somos sin los otros más ellos nos complementan y nos
trascienden. Entonces la serenidad se vuelve plena. Magia, diversidad,
autonomía, felicidad, tristeza, alegría, fraternidad. Familia.
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