martes, 17 de marzo de 2015
Estación “Llegada a Ocean Park”
El amor no es repetición. Cada acto de amor es un ciclo en
sí mismo, una órbita cerrada en su propio ritual. Es, cómo podría explicarte,
un puño de vida… Mario Benedetti
Ese domingo amaneció aún más
caluroso que los previos radiantes días, el sol ardía desde tempranas horas. De
mañana, ya se sentía burbujear una algarabía interior que se agitaba con el
acercamiento de las bicicletas. Salí a hacer unas compras sintiendo su cercanía
e inspirándome con algunas ideas para recibirlos. Luego de un almuerzo con
amigos, volví a casa para empezar a preparar el ambiente que los cobijaría a su
llegada.
Mientras limpiaba la parrilla e
ideaba como alumbrar una mesa al aire libre en el jardín, recordé súbitamente
que no había comprado pomelo, la gaseosa de pomelo, esa que con su sabor y
frescura ha conquistado nuestro paladar como acompañamiento para el fernet.
Y así, en ese mismo instante, pensando en el fernet con pomelo y en el
termo amarillo y verde, salí inmediatamente hacia el mercado que está a la
entrada de Ocean Park, balneario que no se por qué motivo lo habrán bautizado
en el idioma inglés pero que de inglés nada tiene, pues aquí la vida late con
intensidad inconmensurable.
Estaba llegando con el auto al
mercado cercano a la ruta y entre los rayos del atardecer que impregnaba la
visión de matices dorados, vi unos chalecos fluorescentes brillando
escandalosamente, eran ellos. Con la incertidumbre de lo nuevo y con el corazón
abierto fui a recibirlos salteando mi parada por el mercado.
Y ahí estaban, todos con ojos
radiantes, exhaustos del desgaste de un día largo de pedaleada bajo un sol muy
potente, pero con las miradas rebosantes de alegría y de ganas de vivir y
disfrutar. Luego de una catarata de abrazos y unas fotos con el cartel de
“Ocean Park Bienvenidos” tomadas como trofeo y como inicio de una nueva etapa, me dispuse un momento para ir a comprar pomelo
antes de meternos en el bosque.
Mientras me dirigía hacia el
mercado los miraba con la admiración de un niño, los cinco abrazados en ronda,
cantando y saltando a la vez que giraban como un zamba, parecían futbolistas
que acababan de ganar la copa del mundo, yo sonreía al verlos, ya había comenzado
a disfrutar de ellos.
Y ahí salimos todos por las
calles coloradas de pequeñísimas piedritas hacia la casa Inti. En el aire se
respiraba frescura que estuvo a punto de ser cortada cuando el Tano, distendido
por la llegada y el cansancio acumulado, y alentado por sus ganas de conversar,
entró en una nube de distracción que casi derivó en un atropellamiento a Eliana
y su bicicleta de ruedas angostas y de veloces descensos.
Llegamos a casa, allí estaban
Mari y la Flaca que me acompañaban a observar el espectáculo de su llegada, las
bicicletas apiladas, el pasto para tirarse, el agua, la distensión y el sentir
de bienvenida.
Disfruté de ese momento con el
impacto del asombro de un encuentro totalmente nuevo y llameante, haciendo
registros de unas sensaciones increíbles. El atardecer era mágico y aún no
sabían que una de mis aguas preferidas esperaba por ellos, aún no conocían esa
playa que los atraparía con su hechizo.
Propusimos con Mari que lo mejor
era ir a visitar con urgencia la mar, el sol acababa de desaparecer pero los
reflejos de sus colores todavía pintaban cuadros sobre unas pequeñas y
dispersas nubes en el horizonte. Caminamos unas cuadras hacia la playa con la
alegría de los sueños palpables, subimos los médanos y ahí apareció la preciosa
mar para inspirarnos con la majestuosa calma que reinaba en su profundidad.
Y vieron esa playa y esa mar por
primera vez, y al igual que me pasó a mí, creo que jamás podrán olvidarlo. Su belleza nos llamó inmediatamente y sin lugar
a dudas nos enrumbamos hacía esa mar cálida y transparente. Anecdótico y digno
de filmación fue la entrada al agua del Tano y del Negro, ambos agotados luego
de la travesía en bicicleta, quisieron entrar corriendo al agua… pero el estado
de debilidad en que se encontraban sus piernas mas algunos pequeños pocitos en
la orilla, causaron un colapso a la altura de las rodillas provocando un
precipitado ingreso al mundo acuoso, cayendo de cabeza cuando el agua ni
siquiera cubría la mitad de sus pantorrillas.
En medio de la calidez de esas
aguas transparentes y de los colores del atardecer, hablábamos casi a los
gritos de la emoción y reíamos de tan hermoso regalo. Ese fue el bautismo de
llegada de unos días que serían inolvidables.
Volvíamos a casa y las estrellas
ya brillaban en un cielo aún con tono celeste. Detrás quedaban caminando a paso
lento Pechuga y la Rusa, avanzaban caminando de la mano, sus sonrisas parecían
permanecer perennes entre el bosque que ya estaba siendo atravesado por el
anochecer. Aquel viaje, inicialmente planeado por ellos estaba acaeciendo en
medio de unas vibraciones fascinantes y se había vuelto más rico de lo
imaginado.
Supongo que sentirían una alegría
adicional al ver su impulso creativo transformado en realidad encantadora.
Llegamos a la casa y mientras la banda fluorescente armaba las carpas y se
acomodaba un poco, comenzamos a preparar el escenario de esa noche. La noche en
sí misma era un vientre alucinante, la temperatura era perfecta, el bosque
permanecía en una calma vibrante al sonar de una orquesta de grillos, la luna
gigante asomaba por detrás de unos enormes y pintorescos pinos, una música de
ondas suaves, marcadas y profundas comenzó a formar otro vientre dentro de la
misma noche.
Y el fuego comenzó a arder en la
parrilla, grandes troncos apilados ofrecían de apoyo a una lámpara de luz
amarilla y cálida, otra mesa de troncos para apoyar los bocados que irían
saliendo, el puff rojo invitando a ser disfrutado, el termo fernetero moviéndose de vaso en vaso, y empezaron a
salir provoletas, y la energía seguía
subiendo al compás de relatos asombrosos y de la incertidumbre del instante,
envolviéndonos poco a poco en una hermosa locura. Todos alrededor del fuego,
algunos estirados en el pasto, compartimos la riqueza del encuentro y brindamos
sin cesar.
Aquella noche, las miradas de
todos tenían un brillo especial, ese brillo que entrega el alma cuando abre sus
puertas al amor y a la amistad. Y sentí que todos estábamos en la misma
sintonía, decididos a abrir el corazón, a ser y dejar ser, dispuestos a
disfrutar y aprender de nosotros mismos, y así, embebidos en el cielo
estrellado y en una burbuja de cariño, comimos unos sabrosos sanguchitos de un
vacío que coqueteó con el mundo interior de nuestra boca al compás de la
elevada nota de esa noche.
Esa noche fue extraordinaria,
reímos y nos disfrutamos mutuamente, potenciándonos entre nosotros, sintiendo
los perfumes de la libertad y la alegría que nos acompañarían en los días
subsiguientes. Mari preparó un postre de bienvenida, una exquisita torta de ricota
con pasas de ciruelas, que nos obsequió el último pico de locura para irnos a
descansar embriagados de placer y regocijados de tan hermoso momento, nos
dispusimos a marchar hacia el mundo de los sueños con el anhelo de despertar a
un nuevo día, mientras en mi interior resonaba esa canción de los piojos que
dice... “cierro los ojos, no imagino
algo mejor…”
Próxima estación… Punta del Este
Comparte esta entrada
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario