El viento no se detiene en las islas. Sopla con la insistencia de una historia que se niega al olvido. En el Cementerio de Darwin, ese viento es distinto. Sopla con respeto. Con duelo. Con un silencio que no calla, sino que habla.
Allí están los nombres. Y también los que no los
tienen.
Allí está Aldo Omar Ferreyra, excombatiente que alguna vez caminó las
mismas calles que nosotros, en Santa Teresita. Su nombre grabado en piedra,
pero vivo en la memoria del pueblo. Lo honramos como se honra a un hermano.
Gonzalo desplegó la camiseta de Maradona —la del gol imposible, la de la
revancha de los humildes, la del Mundial del ’86— y la apoyó sobre una de las
cruces. Fue un acto sencillo, pero lleno de sentido. Como si el tiempo se
uniera en un solo gesto: la guerra, el fútbol, la patria.
El Cementerio de Darwin nació del gesto
noble de un isleño y de un oficial británico, el capitán Geoffrey Cardozo, que
recogió los cuerpos argentinos y les dio sepultura digna. Décadas después,
gracias al Proyecto Humanitario Malvinas, se identificaron más de 100
soldados. Familias enteras pudieron finalmente abrazar a sus hijos, padres y
hermanos. Después de 36 años, llegó el nombre, llegó la verdad.
Salimos de Darwin con un nudo en la garganta. Pero
el viaje nos llevó a Pradera del Ganso, donde el viento ya no era sólo
memoria, sino tensión. Nuestro paso fue breve, casi incómodo. Allí no somos
bienvenidos. Pero allí también fuimos. Porque entre el 28 y el 30 de mayo de
1982, en ese istmo angosto, ocurrió la batalla más extensa de la guerra.
El coronel Ernesto Peluffo, uno de los que combatió
allí, recordaba a los soldados chaqueños y correntinos gritando “¡Viva la
Patria!” entre ráfagas y explosiones. Gritaban también con sapucay. El
orgullo como escudo, el coraje como arma. Murieron 50 argentinos. Murieron por
defender un pedazo de suelo que el país nunca dejó de reclamar.
Y no es casual que cada 10 de junio, en las
escuelas, en los actos, en las plazas, se recuerde el día en que Luis Vernet
fue nombrado gobernador de las Malvinas, en 1829. Un hombre nacido en Alemania,
que abrazó la causa argentina con pasión. Que organizó, que gobernó, que cuidó
los recursos de un territorio olvidado por muchos, pero no por la Argentina.
Cuatro años después, el Reino Unido invadió y desalojó. Pero no borró el
derecho, ni la memoria.
No hay olvido. Lo dicen las cruces. Lo dice la
tierra.
Lo dice la Marcha de las Malvinas, cuando ruge:
“Ningún suelo más querido, de la patria en la extensión…”
Hoy volvemos. Con la mochila llena de nombres, de historias, de gestos. Con Aldo Ferreyra entre nosotros. Con Maradona en una camiseta y con todos los caídos en la piel de la bandera. Con la certeza de que la memoria es un viaje que no termina. Y que las Malvinas, aunque lejanas, laten muy cerca.