miércoles, 31 de enero de 2024

Darwin, Pradera del Ganso y una camiseta celeste y blanca

El viento no se detiene en las islas. Sopla con la insistencia de una historia que se niega al olvido. En el Cementerio de Darwin, ese viento es distinto. Sopla con respeto. Con duelo. Con un silencio que no calla, sino que habla.

Allí están los nombres. Y también los que no los tienen.
Allí está Aldo Omar Ferreyra, excombatiente que alguna vez caminó las mismas calles que nosotros, en Santa Teresita. Su nombre grabado en piedra, pero vivo en la memoria del pueblo. Lo honramos como se honra a un hermano. Gonzalo desplegó la camiseta de Maradona —la del gol imposible, la de la revancha de los humildes, la del Mundial del ’86— y la apoyó sobre una de las cruces. Fue un acto sencillo, pero lleno de sentido. Como si el tiempo se uniera en un solo gesto: la guerra, el fútbol, la patria.

El Cementerio de Darwin nació del gesto noble de un isleño y de un oficial británico, el capitán Geoffrey Cardozo, que recogió los cuerpos argentinos y les dio sepultura digna. Décadas después, gracias al Proyecto Humanitario Malvinas, se identificaron más de 100 soldados. Familias enteras pudieron finalmente abrazar a sus hijos, padres y hermanos. Después de 36 años, llegó el nombre, llegó la verdad.

Salimos de Darwin con un nudo en la garganta. Pero el viaje nos llevó a Pradera del Ganso, donde el viento ya no era sólo memoria, sino tensión. Nuestro paso fue breve, casi incómodo. Allí no somos bienvenidos. Pero allí también fuimos. Porque entre el 28 y el 30 de mayo de 1982, en ese istmo angosto, ocurrió la batalla más extensa de la guerra.

El coronel Ernesto Peluffo, uno de los que combatió allí, recordaba a los soldados chaqueños y correntinos gritando “¡Viva la Patria!” entre ráfagas y explosiones. Gritaban también con sapucay. El orgullo como escudo, el coraje como arma. Murieron 50 argentinos. Murieron por defender un pedazo de suelo que el país nunca dejó de reclamar.

Y no es casual que cada 10 de junio, en las escuelas, en los actos, en las plazas, se recuerde el día en que Luis Vernet fue nombrado gobernador de las Malvinas, en 1829. Un hombre nacido en Alemania, que abrazó la causa argentina con pasión. Que organizó, que gobernó, que cuidó los recursos de un territorio olvidado por muchos, pero no por la Argentina. Cuatro años después, el Reino Unido invadió y desalojó. Pero no borró el derecho, ni la memoria.

No hay olvido. Lo dicen las cruces. Lo dice la tierra.
Lo dice la Marcha de las Malvinas, cuando ruge:
“Ningún suelo más querido, de la patria en la extensión…”

Hoy volvemos. Con la mochila llena de nombres, de historias, de gestos. Con Aldo Ferreyra entre nosotros. Con Maradona en una camiseta y con todos los caídos en la piel de la bandera. Con la certeza de que la memoria es un viaje que no termina. Y que las Malvinas, aunque lejanas, laten muy cerca.

domingo, 28 de enero de 2024

Cape Pembroke: la pista donde aterrizó un gesto patriótico

A veces, los lugares más insólitos cargan con historias profundas. En las afueras de Stanley, casi sin quererlo, llegamos a Cape Pembroke Racecourse, el antiguo hipódromo que, una vez al año, se convierte en centro de festejos para la comunidad isleña durante el Día de la Carrera. A simple vista, parece solo un terreno llano, cubierto de pasto, cruzado por el viento helado del sur. Pero esa tierra pisó la historia en un día inolvidable: el 28 de septiembre de 1966, cuando un avión argentino aterrizó allí como parte del Operativo Cóndor.

La escena fue tan insólita como valiente: dieciocho jóvenes argentinos, integrantes de la Resistencia Peronista y liderados por Dardo Cabo, desviaron un vuelo comercial de Aerolíneas Argentinas que iba rumbo a Río Gallegos. El avión, un Douglas DC-4, terminó posándose sobre esta misma pista donde antes galopaban caballos. A bordo no llevaban armas, pero sí un propósito político claro: reivindicar la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas.

En cuanto aterrizaron, los jóvenes bajaron con banderas argentinas, improvisaron un acto y declararon que las islas volvían a ser argentinas. Era un gesto simbólico, patriótico, cargado de mística y convicción. El Operativo Cóndor no pretendía una ocupación militar, sino un acto de afirmación soberana frente a la ocupación británica que perduraba desde 1833.

Las autoridades británicas no tardaron en responder. Los protagonistas del operativo fueron detenidos sin violencia y, tras negociaciones, enviados de regreso a Argentina. Allí fueron procesados, y más tarde recibieron penas reducidas o amnistía. Pero lo que dejaron marcado fue más duradero que cualquier castigo: la recuperación de Malvinas como causa nacional volvió a instalarse con fuerza en la conciencia del pueblo argentino.

Mientras caminábamos sobre la pista, el viento nos hablaba de aquel día. No había placas, ni banderas, ni recuerdos visibles. Solo el paisaje despojado y frío. Pero nosotros sabíamos lo que había pasado. Sabíamos que esa pista fue, por un momento, la más patriótica de toda la Argentina.

El Operativo Cóndor no cambió el mapa, pero sí removió la historia. Con él, quedó claro que la soberanía no siempre se defiende con armas, sino también con coraje y con convicción. Y ese gesto, casi poético, de hacer aterrizar un avión civil en el corazón del territorio en disputa, sigue siendo un hito en la larga lucha por la memoria y la soberanía nacional.

sábado, 27 de enero de 2024

Estación Monte Longdon: el rugido de las piedras

 

“No hay héroes en la guerra. Solo hombres que no volvieron, y hombres que volvieron rotos.”
Luis Escobedo, excombatiente del Regimiento 7 de La Plata.

El monte no es alto.

Pero mide más que el cielo.

No se deja ver desde lejos.
Pero una vez que lo pisás,
ya nunca podés dejar de verlo.

Gastón llegó primero.
Llevaba una piedra en la mano,
como si trajera una ofrenda.
Marcos venía con un cuaderno,
con las páginas vacías,
esperando que las escribiera la tierra.
Gonzalo traía una flor.
No sabía por qué, pero sabía para quién.

Nadie hablaba.
Porque el silencio se imponía como una orden militar.
Porque hablar ahí era como gritar en una iglesia de huesos.
Porque las piedras, las mismas, estaban aún calientes.
De rabia.
De memoria.
De pólvora.

Los hermanos caminaron sin prisa.
En cada paso sentían algo.
Algo que no sabían nombrar.
Un nudo.
Un golpe.
Un vacío.

“Yo sentí el miedo trepándome por la espalda como un bicho.
Y aun así me quedé. Porque era eso, o dejar que los ingleses pasaran por encima de todos.
Esa noche no dormimos. Ni nosotros ni la muerte.”

Juan Carlos Alderete, exsoldado conscripto.

Monte Longdon.
11 de junio de 1982.
Las 20.30.

El fuego de artillería británico corta el cielo en tiras.
Los cables telefónicos se rompen.
Las órdenes se deshacen en el viento.
El Subteniente Baldini informa que el enemigo está encima.
Va al frente.
Muere al frente.
El Cabo Ríos muere a su lado.
No hay tiempo para rezos.
Solo disparos.
Y la certeza de que el mundo se parte en dos:
los que pelean,
y los que los olvidan.

—¿Dónde están ellos? —preguntó Gastón, bajito.
—En todas partes —dijo Marcos, sin dejar de escribir—.
Mirá el suelo. Mirá el cielo.
Están ahí.
Están en vos.
 

A las 23 hs el monte entero arde.
Los ingenieros atacan.
Recuperan posiciones.
Y vuelven a perderlas.
Las bengalas hacen de sol artificial.
Los cuerpos se cruzan.
Se huelen.
Se rasgan.
Se clavan.

“Nos peleamos a bayoneta limpia. Cuerpo a cuerpo.
Yo tenía 19 años y un cuchillo oxidado.
Ese fue el infierno.
Pero también fue donde descubrí que el valor no está en matar, sino en quedarse.”

Carlos Andrada, Regimiento 7.

A las 5 de la mañana,
los ingleses llegan por todos lados.
Norte, oeste, noroeste, suroeste.
Son más.
Tienen más.
Tiran más.

Los argentinos están cansados.
Están heridos.
Están con la munición en los huesos.

A las 6.30 llega la orden:
replegarse.
Bajar.
Salir como se pueda.
Y el monte, como un dios celoso,
no los quiere soltar.

De los 300 que pelearon en Monte Longdon,
solo 90 llegaron caminando a Puerto Argentino.
El resto —dice la historia—
quedó como parte del paisaje.
Pero los hermanos no vieron paisaje.
Vieron una historia escrita en sangre,
con letra temblorosa
y tinta de silencio.

Gonzalo se agachó.
Besó el suelo.
—Esto no se olvida, —murmuró.
—Ni se perdona —agregó Gastón.
Marcos no dijo nada.
Anotó:

“Monte Longdon no fue solo una batalla.
Fue un rugido de piedras,
un grito de patria,
una lección que aún no hemos aprendido.”

Monte Longdon no tiene tumbas.
Pero es un cementerio.
No tiene estatuas.
Pero está lleno de héroes.
No tiene banderas.
Pero ondea el recuerdo de los que,
en la noche más larga,
se hicieron eternos.

Y ahí estuvieron los tres hermanos.
Testigos de lo que ya nadie quiere mirar.
Huérfanos de guerra,
hijos del olvido,
sembradores de memoria.

viernes, 26 de enero de 2024

Estación Surf Bay: donde la arena blanca se cruza con la historia

A pocos kilómetros de Stanley, en el camino que bordea el viejo aeropuerto, nos topamos con un rincón inesperado: Surf Bay. Parece una postal del Caribe. Arena blanca, finísima, que se hunde bajo los pasos como si el suelo respirara. Aguas cristalinas que rompen suavemente en la orilla, y el cielo que se multiplica en la transparencia del mar.

Todo invita al descanso, al asombro, a la pausa. Pero el viaje que emprendimos no es sólo turístico. Es también político, histórico, emocional.

Ese día, mientras caminábamos por la playa, un grupo de delfines apareció a pocos metros de la costa. Iban y venían, dibujando arcos con sus cuerpos entre las olas. Jugaban o simplemente nos acompañaban. Fue un instante mágico, uno de esos que el tiempo guarda con delicadeza. Nos quedamos en silencio, mirando. Agradeciendo.

Pero incluso en un lugar tan sereno como este, la memoria no se borra. Porque Surf Bay es parte de un territorio disputado, parte de una herida abierta en la historia argentina. Y aunque la belleza del paisaje pueda hacernos olvidar, por un momento, los dolores del pasado, nuestro viaje siempre tuvo un propósito más hondo.

Vinimos a ver, a escuchar, a caminar estas tierras para contar cómo se ven hoy las Islas Malvinas. Pero sobre todo, vinimos como argentinos, a poner el cuerpo a la memoria, a recorrer con respeto y compromiso los escenarios de una historia que todavía se está escribiendo.

Surf Bay nos mostró otra cara del archipiélago: la calma, la vida marina, la posibilidad de contemplar sin ruido. Pero incluso allí, entre la arena blanca y el mar helado, resonaba la misma pregunta que nos trajo hasta acá:


¿Qué significa la soberanía cuando se camina con los pies descalzos sobre un suelo que todavía duele?

jueves, 25 de enero de 2024

Cementerio de Darwin, un silencio que habla

Llegamos a Darwin un martes al mediodía. El viento golpeaba con fuerza, como en casi todos los rincones de las islas, y el cielo se abría de a ratos entre nubes cargadas. No había turistas, ni carteles, ni señal de celular. Solo la tierra, el viento y las cruces blancas. Las mismas que desde lejos parecen iguales, pero que, al acercarse, muestran nombres, fechas, historias.

Fue Marcos quien nos dijo que habláramos poco. Que camináramos sin apuro. Que el lugar merecía respeto. Gastón asintió y caminó hacia la entrada. Gonzalo llevaba una mochila colgada del hombro. Nadie sabía aún que adentro guardaba la camiseta azul con el número 10 de Maradona. La del partido contra los ingleses en el Mundial del ’86. Una camiseta que, para él, simbolizaba más que fútbol.

El Cementerio Militar Argentino de Darwin aloja los restos de 237 soldados argentinos caídos en la guerra. Está en medio de la nada, alejado de las ciudades, entre colinas suaves y pastizales. Nos contaron que fue un granjero local quien cedió el terreno, y que fue un capitán británico, Geoffrey Cardozo, quien dio sepultura a nuestros soldados con cuidado y dignidad. La historia sorprende, porque en medio del conflicto hubo gestos que todavía hoy conmueven.

La mayoría de las tumbas tienen nombre, pero algunas aún llevan la leyenda “Soldado argentino solo conocido por Dios”. Son las que duelen distinto. Nos detuvimos frente a una de ellas y el silencio fue total.

Vinimos también a dejarle un homenaje a Aldo Omar Ferreyra, combatiente que vivió en nuestro pueblo, Santa Teresita. Aldo está enterrado acá. No volvió vivo de la guerra. Cuando pasaron los años y empezamos a entender lo que había pasado en Malvinas, supimos que él era uno de los que había visto el infierno de cerca.

Su historia nos tocó. Por eso decidimos traerla hasta acá. Gonzalo sacó la camiseta del '86, la desplegó con cuidado y la apoyó sobre una de las piedras. No era solo un gesto futbolero. Era un puente. Un símbolo. Una manera de decir: “Estamos acá, no nos olvidamos”.

Darwin no es un lugar turístico. No hay folletos, ni señaladores. Pero cada cruz es una guía. Cada nombre es una dirección a la memoria. Leímos los apellidos, algunos repetidos, algunos que quizás estén en nuestras propias familias, otros que nunca sabremos quiénes fueron.

En una esquina del cementerio hay un cenotafio con los nombres de los 649 argentinos caídos en la guerra. Fue inaugurado en 2004. En sus placas de acero se lee una historia que no termina. Una historia que seguimos escribiendo con cada visita, con cada flor que alguien deja, con cada palabra dicha en voz baja.

Antes de irnos, nos tomamos una foto. No para mostrarla, sino para tenerla. Para acordarnos que ese día estuvimos ahí. Que ese día la historia se nos hizo carne.

Volvimos al vehículo en silencio. El viento seguía soplando con fuerza. Parecía empujarnos, como queriendo decir que ya era hora de partir. Pero en el fondo sabíamos que algo nuestro se quedaba. Que en Darwin, junto a esas cruces blancas, dejamos parte de nuestra historia.

Y también trajimos la de otros. Como la de Aldo. Como la de tantos.

Estación Pradera del Ganso: el silencio del primer combate

“Recuerdo a nuestros soldados correntinos y chaqueños firmes en sus posiciones, gritando ¡Viva la Patria! y lanzando sapucay, como si el alma misma se alzara a defender el suelo argentino.” Ernesto Orlando Peluffo, excombatiente en Pradera del Ganso

Después del Cementerio de Darwin, la ruta de la memoria nos empujó hacia Pradera del Ganso. Fue un paso breve, casi un suspiro, pero intenso como un trueno que se escucha a lo lejos y golpea en el pecho. El viento cortaba la tarde, y algo en el aire nos hizo entender, sin que nadie hablara, que ese sitio aún no ha cerrado del todo sus heridas.

Gastón, Marcos y Gonzalo llegaron con la conciencia aún aturdida por las cruces blancas de Darwin. En Pradera del Ganso, la bienvenida fue distante. No hubo hostilidad, pero tampoco calor. Y aunque sabíamos que los argentinos no siempre son bienvenidos en esta parte de las islas, nuestro andar fue sereno, respetuoso, casi invisible. Queríamos estar, simplemente estar.

Allí, hace 42 años, entre el 28 y el 30 de mayo de 1982, tuvo lugar el primer gran combate terrestre de la guerra. El más largo, el que encendió definitivamente el fuego del conflicto en tierra firme. Darwin y Pradera del Ganso, separadas por apenas unos kilómetros de campo, fueron el escenario de una feroz resistencia de soldados argentinos, muchos de ellos muy jóvenes, venidos del norte del país, de corrientes y del Chaco, que enfrentaron al ejército británico con coraje y fuego.

Uno de los testigos de aquel infierno fue el coronel Ernesto Orlando Peluffo. Lo leímos antes de venir, pero el eco de sus palabras resonaba ahora entre los pastos:
"Recuerdo los '¡Viva la Patria!' y los 'sapucay' de los soldados correntinos que se envalentonaban y desafiaban el ataque británico sobre nuestras posiciones…"

Nos costaba imaginar la escena. Desde nuestras miradas de viajeros, el paisaje parecía manso. Pero la tierra, dicen, guarda memoria. Y en Pradera del Ganso, el suelo aún murmura nombres y gritos.

No estuvimos mucho tiempo. Tal vez porque no era necesario. Tal vez porque sabíamos que el lugar no se deja habitar por largo rato. Gonzalo, en voz baja, dijo algo que nos clavó a todos:
—Esto no es un museo. Es un campo sagrado.

Nos fuimos sin fotos. Sin recuerdos materiales. Pero con un silencio nuevo. Uno que no pesa, pero acompaña. Uno que se lleva en los hombros y en el alma.

Al subir al vehículo, Marcos miró por última vez hacia atrás.
—Ahora entiendo por qué acá empezó todo —murmuró.

Y nadie respondió. No hacía falta. Pradera del Ganso había hablado.

miércoles, 24 de enero de 2024

Crónica de viaje: Monte Dos Hermanas, el eco de una historia compartida

Por primera y única vez, Gastón, Marcos y Gonzalo pusieron pie en las Islas Malvinas. No fue un viaje turístico, ni un capricho de la nostalgia. Fue una peregrinación íntima, un acto de memoria fraterna. Y el Monte Dos Hermanas fue el corazón de ese viaje.


El viento los recibió con la dureza que solo tiene el Atlántico Sur. Frío, insistente, como queriendo poner a prueba su decisión. Frente a ellos, se alzaban las laderas ásperas del monte. Rocas dispersas, pastizales duros y una silueta que parecía quieta, pero que estaba cargada de historia.

—Parece que el monte respira —dijo Gonzalo, con los ojos húmedos.

Marcos asintió en silencio, y Gastón, que llevaba un cuaderno entre las manos, apuntó algo que no compartió en voz alta.

Subieron en silencio. No era una caminata más. A cada paso, les pesaba el conocimiento de lo que había ocurrido allí, en esas mismas piedras, más de cuarenta años antes. Fue en esas coordenadas donde los soldados argentinos resistieron con fiereza el avance británico durante la noche del 11 de junio de 1982. En ese mismo monte, los hombres del subteniente Franco enfrentaron cuerpo a cuerpo a los infantes de marina británicos de la Compañía Yankee.

Muchos informes británicos describieron esa batalla como un triunfo ágil. Pero la realidad fue distinta. El testimonio del excombatiente argentino Mario Volpe lo recuerda con firmeza:

“Nos bombardearon toda la noche. Resistimos hasta que no pudimos más. No fue una retirada: fue un retroceso obligado por el peso del fuego. Pero nunca dejamos de responder.”


Y es que la resistencia fue tal que el buque HMS Glamorgan tuvo que retrasar su avance, permaneciendo más tiempo del previsto para brindar apoyo. Ese error táctico lo expuso: fue alcanzado por un misil Exocet argentino lanzado desde la costa, provocando la muerte de 13 marineros británicos y dejando 30 heridos.
Gastón leyó en voz baja un párrafo subrayado en su cuaderno, tomado del libro de Nick van der Bijl:
“La determinada resistencia de los hombres del subteniente Franco significó que el crucero ligero británico HMS Glamorgan fue alcanzado, en una de las últimas acciones de la guerra.”

—Acá estuvieron... resistiendo hasta que el cuerpo no dio más —dijo Marcos, mientras tocaba un fragmento oxidado de metal que sobresalía de la tierra.

Cuando alcanzaron la cima del monte, los hermanos se quedaron un momento en silencio. El viento les traía un zumbido lejano, como si aún resonaran los gritos, las órdenes, los disparos. No había monumentos allí arriba. Solo el paisaje intacto, el mismo que habían visto los ojos jóvenes de aquellos combatientes.

—No puedo explicar lo que siento —dijo Gonzalo—, es como si lo que pasó siguiera pasando.

Gastón dejó el cuaderno abierto sobre una roca. En la última página había escrito:
“Venimos para mirar, para escuchar, para no olvidar. Esta tierra no está sola.”

Y entonces lloraron. Sin vergüenza, sin palabras. No por nacionalismo vacío, no por odio, sino por los nombres, las voces, las vidas. Por los que estuvieron y por los que no volvieron.


Reflexión histórica

El Monte Dos Hermanas es más que un accidente geográfico. Es una de las marcas profundas de una guerra que dejó heridas abiertas en la memoria colectiva argentina.
A diferencia de las narrativas simplificadas, muchos soldados argentinos lucharon con coraje, a pesar de las adversidades, del hambre, del frío y del abandono logístico.

El excombatiente y periodista Edgardo Esteban ha dicho:

“El problema no fue la valentía de los soldados, sino el contexto en el que fueron enviados. Éramos pibes. Pero pusimos el cuerpo.”

Los hermanos bajaron del monte con otra mirada. Cada paso hacia el campamento era también un paso hacia una comprensión más humana, más compleja, más real.


Esa fue su primera y última vez en Malvinas. Y también fue un renacer.

martes, 23 de enero de 2024

Estación Monte Harriet:

Por momentos, el viento parecía detenerse. Como si también él necesitara escuchar. Gastón, Marcos y Gonzalo subieron en silencio. Cada piedra era una historia. Cada respiro, un recuerdo que dolía. 

El Monte Harriet fue el primero que caminaron. No sabían si era la niebla o la emoción lo que empañaba la vista. “En cada respiración y latido”, dijo Gastón, como si el monte les hablara. Y quizás sí: hablaba con voces enterradas, con explosiones aún retumbando bajo tierra.

La batalla por este monte comenzó la noche del 11 de junio de 1982, con un bombardeo naval británico. Dos soldados argentinos murieron. Veinticinco quedaron heridos. Las sombras de aquella noche aún se arrastran por las laderas. Como escribió el corresponsal británico John Witheroe:

“La montaña entera parecía estar a punto de estallar en llamas. Parecía imposible que alguien pudiera sobrevivir a un ataque así… La noche entera estaba iluminada por resplandores, que cubrían con un manto mortal e irreal a toda la escena.”
(Fuente: The UNTOLD Battle For Mount Harriet | YouTube)

Los hermanos seguían subiendo. En silencio. Como si temieran despertar a los muertos. Allí, en ese suelo, 18 soldados argentinos dejaron la vida. Algunos por el bombardeo. Otros, cuerpo a cuerpo, en trincheras de barro y coraje.

Algunos medios ingleses quisieron pintarlos como adolescentes asustados. Pero John Cartledge, marine británico que estuvo allí, los desmintió:

“Los argentinos eran buenos soldados… estaban bastante preparados… estaban mejor equipados que nosotros… Opusieron una fuerte lucha de principio a fin.”
(Fuente: fundacionmalvinas.org)

Gonzalo se detuvo. Miró el horizonte, ese que alguna vez fue fuego y humo. Dijo bajito, como hablándole a alguien que ya no está: “A veces hay que caminar para entender”. Y siguieron.

El subteniente Lautaro Jiménez Corbalán, que comandaba a 45 hombres, también dejó su testimonio:

“Tuvimos seis muertos… y 14 heridos, entre los cuales estaba yo… pero todos hemos vuelto con alguna herida, en el cuerpo o en el alma.”
(Fuente: Malvinas en Primera Línea)

Y esa última frase quedó resonando en los pasos de Marcos, el mayor de los tres. Porque eso fue el monte Harriet: una herida que todavía no cerró.

La guerra se llevó todo y dejó poco. Los británicos avanzaron. Capturaron 200 prisioneros argentinos. El Batallón de Comandos 42 fue condecorado con medallas, cruces y menciones.

Pero Gastón, Marcos y Gonzalo no fueron por medallas. Fueron por memoria. Por respeto. Por los que quedaron. Por los que volvieron distintos. Caminaron esa montaña como quien pisa un cementerio sin tumbas. Y cuando bajaron, no eran los mismos.

Porque el monte Harriet no es sólo una geografía. Es un testigo. Es un lamento. Es un latido de la historia que aún se escucha, si uno se detiene a respirar.

lunes, 22 de enero de 2024

Estación Fitzroy: las sombras que arden bajo el viento del sur

 

Por un instante, el viento dejó de soplar en Fitzroy. Fue el 8 de junio de 1982. El silencio duró lo que dura una ráfaga de fuego.


Fitzroy es hoy un rincón callado en el mapa del sur. Pastos duros, mar frío, gaviotas que no cantan. Pero debajo del musgo y la neblina se agazapan los ecos de una guerra mal dicha. Una guerra que no tenía por qué ser, pero fue. Y dejó cenizas, cuerpos, nombres.

Nos recibió Gilberto, el administrativo de la granja. Hombre de pocas palabras y mate compartido. Dijo: "Aquí los galeses todavía lloran en silencio". Después bajó la voz y apuntó con el mentón hacia la costa: “Allí pasó… lo del Sir Galahad”.

El Sir Galahad no era un caballero, aunque llevaba nombre de uno. Era un barco británico que nunca volvió a casa. El 8 de junio, fue alcanzado por bombas argentinas de mil libras, lanzadas por aviones A-4 Skyhawk que surcaron el cielo bajo de Fitzroy como cuchillas de fuego. Las bombas explotaron. El infierno subió por las escaleras metálicas del buque. Murieron 32 soldados de la Guardia Galesa, consumidos por las llamas. En total, más de 50 británicos cayeron aquel día. Otros 150 fueron heridos. 

Pero también hubo héroes del otro lado. Jóvenes argentinos que surcaron el aire sabiendo que no volverían. En el ataque murieron el alférez Jorge Alberto Vázquez (24), el teniente Juan José Arrarás (25) y el teniente Danilo Rubén Bolzán. Pilotos con nombre y apellido, con madres que aún los sueñan y con mochilas que quedaron sin abrir.

Uno de los aviones era comandado por Carlos Cachón, que volvió. Volvió con la mirada empañada y un silencio más pesado que el avión mismo.

Y así, mientras el mundo seguía girando, Fitzroy quedó allí: como cicatriz del Atlántico Sur. El Sir Galahad yace ahora bajo el agua, museo involuntario de una locura. Los galeses lo recuerdan. Nosotros también deberíamos recordarlo como una breve victoria.

Gilberto, luego de una semana, nos despidió con un gesto. Tal vez no quería hablar más. Tal vez no había nada más que decir. Porque en Fitzroy, la historia no se cuenta. Se respira.

sábado, 20 de enero de 2024

Estación Mount Pleasent


El viaje es salirse de sí para encontrase con el otro...
 

Estoy sentado frente a la computadora. Es una mañana ventosa y soleada. El mate, listo, con el agua casi a punto de hervor. Y la página sigue en blanco. Pues, el viaje a Malvinas, me ha dejado sin palabras. Mejor dicho, sin palabras que precisen el sentir del viaje y su propio significado.

Porque no ha sido un viaje más por descubrir y aprender. Y es aquí, que entiendo que intentar atrapar una idea, atrapar una verdad, no es sencillo y tampoco, valedero pero sí nos dimos cuenta, que el movimiento, es el que genera las ideas.

Aeropuerto Mount Pleasant: arribamos a suelo malvinense cerca de las 13 horas y todo nuestro inglés, se quedó en los estudios de nuestra niñez pero sabíamos que, de alguna manera, nos íbamos hacer entender.

El vuelo, llegó completo, con 173 pasajeros de distintas nacionalidades y realidades. La sala, que no es comercial sino una base militar, con muchos controles, se puso caótica ya que no hay cintas que organicen la fila sino propia voluntad de los visitantes en respetar el lugar de espera.

Nosotros, creímos llegar con todos los requisitos solicitados: pasaporte, seguro médico, vuelo de regreso y reserva de hospedaje. Así, nos acercamos al punto migratorio y nuestro ingreso resultó positivo con la ayuda de un trabajador chileno que se ofreció de interlocutor.

Hasta aquí, todo más que bien y con mucha ansiedad. ¿El problema? El bus que te lleva a la ciudad. Pues, no nos habían informado que la empresa Penguin Travel te lleva con previa reserva del aeropuerto a Puerto Argentino (Stanley).

Entonces, con nuestro limitado manejo del idioma y con la ayuda de un ecuatoriano, pudimos acceder al transporte que nos separaba de nuestra primera travesía de 53 kilómetros al costo de 30 libras por persona (1 libra – 1.26 dólares).

Stanley: el viaje duró más de una hora y media. La lluvia y el viento, nos dieron la bienvenida en una tierra hostil y con banderas coloniales. Nos quedaba aún, ir en búsqueda del auto que habíamos rentado vía mail a la empresa Falkland Company para así, llegar a Fitzroy, la granja en donde estaba nuestro hospedaje, a 30 kilómetros de la ciudad. Y aquí, fue donde nos encontramos con la mayor dificultad del viaje, pues la empresa está cerrada los sábados, día que llega y sale el avión de la isla. Pero lo peor no sería lo mencionado sino que la reserva “nunca se concretó” a pesar de haber enviado la documentación solicitada.


Entonces, sentados en las escaleras de ingreso del Malvina House Hotel, nos pusimos a dialogar con el párroco de la ciudad, de nacionalidad chilena, y escuchando nuestro alegato, se ofreció a llevarnos a la granja. Así fue que, cerca de las 5 de la tarde, partimos rumbo al hospedaje y a empezar a vivir, nuestro viaje.

Aquel viaje, que es difícil de atrapar en unas palabras para que ustedes y muchos puedan leer y así, compartir nuestra experiencia. Pero aquí estamos, intentando dar nuestro testimonio y n nuestro sentir por estas tierras al sur del globo, anclado entre mares y soberanías, entre la guerra que fue y la que recordaremos por siempre, porque las gestas históricas para un pueblo que no olvida, quedan tatuadas en el alma y en el cuerpo.   

viernes, 19 de enero de 2024

Estación Punta Arenas (Chile)

 No esperes el momento perfecto, 

sólo camina en su búsqueda...

Nuestro viaje fue programado con meses de anticipación, como aclaramos en el post anterior, para intentar llegar a las Islas Malvinas sin mayores complicaciones. Para ello, el viaje se dispuso de la siguiente manera: Buenos Aires – Río Gallegos en avión por Aerolíneas Argentinas / Río Gallegos – Punta Arenas (Chile) en bus desde la terminal con paso aduanero y finalmente, Punta Arenas – Islas Malvinas en avión por Latam.

Vale aclarar, que los vuelos hacia las Islas Malvinas se realizan sólo los días sábados, tanto la ida como el regreso a Punta Arenas, lo que conlleva programar la estadía por una semana, por 14 días, por 21 días, etc.

De todas maneras, nos enteramos que hay un vuelo desde Argentina (aeropuerto de Río Gallegos) que sale todos los segundos sábados del mes con destino a las islas. Lo que implicaría que este 10 de febrero, que sale a las 13:35 hs y llega al aeropuerto de la base militar a las 14:52 hs. (click)

Y con este itinerario, iniciamos el viaje hacia las islas. Un destino icónico e impensado, años atrás, en la que hay muy poca información para el viajero y muchas incertidumbres para llevarlo a la práctica.

De esta manera, llegamos a Punta Arenas el día jueves a las 18.30 hs, luego de pisar la Patagonia argentina al medio día y decidir tomar el bus a territorio chileno ese mismo día a las 15 hs. En el cual, descansamos dos noches y recorrimos la ciudad portuaria antes de partir al viaje tan esperado. Recomendamos dos visitas:


Cementerio Municipal Sara Braun:

En su entrada se puede leer que  su construcción del Cementerio se enmarca en el contexto histórico de la migración europea en la Región de Magallanes y la Antártica Chilena de fines del siglo XIX y mediante el recorrido pudimos evidenciar que reposan los restos de pioneros, colonos y comerciantes de aquella época. Pero lo que más nos llamó la atención fueron los árboles cipreses, que se encuentran en las callecitas del cementerio dándole un profundo significado espiritual y cultural.

También, nos impactó la tumba Nazi, donde un águila posa en su roca, en reconocimiento a El Admiral Graf Spee, un Buque artillero que luchó en la primera guerra mundial en las Malvinas y la del “Indiecito”, donde una placa fijada al suelo, dice: «El Indio Desconocido llegó desde las brumas de la duda histórica y geográfica y yace aquí cobijado en el patrio amor de la chilenidad”.  

Mirador Cerro de la Cruz:

Se puede acceder caminando desde el centro de la ciudad, ya que la subida no es demasiado exigente. Se puede observar la ciudad en toda su dimensión y el mar en su finitud, lo que corresponde al Estrecho de Magallanes. También, hay un tótem con carteles de distintas ciudades del mundo, algunos bares y cafeterías y en el propio mirador, cuantiosos candados en sus rejas, como símbolo de amor y fraternidad.

La ciudad, además cuenta con ofertas gastronómicas autóctonas de la región, con un pequeño centro comercial, algunos museos y sitios históricos. Pero nosotros, abocados a nuestro propio viaje, nos remitiremos a abordar en las próximas crónicas, las emociones y sensaciones de pisar suelo isleño.

Próxima Estación, Islas Malvinas.