Por momentos, el viento parecía detenerse. Como si también él necesitara escuchar. Gastón, Marcos y Gonzalo subieron en silencio. Cada piedra era una historia. Cada respiro, un recuerdo que dolía.
El Monte
Harriet fue el primero que caminaron. No sabían si era la niebla o la emoción
lo que empañaba la vista. “En cada respiración y latido”, dijo Gastón, como si
el monte les hablara. Y quizás sí: hablaba con voces enterradas, con
explosiones aún retumbando bajo tierra.
La batalla
por este monte comenzó la noche del 11 de junio de 1982, con un bombardeo naval
británico. Dos soldados argentinos murieron. Veinticinco quedaron heridos. Las
sombras de aquella noche aún se arrastran por las laderas. Como escribió el
corresponsal británico John Witheroe:
Algunos
medios ingleses quisieron pintarlos como adolescentes asustados. Pero John
Cartledge, marine británico que estuvo allí, los desmintió:
El
subteniente Lautaro Jiménez Corbalán, que comandaba a 45 hombres, también dejó
su testimonio:
Y esa última
frase quedó resonando en los pasos de Marcos, el mayor de los tres. Porque eso
fue el monte Harriet: una herida que todavía no cerró.
Pero Gastón,
Marcos y Gonzalo no fueron por medallas. Fueron por memoria. Por respeto. Por
los que quedaron. Por los que volvieron distintos. Caminaron esa montaña como
quien pisa un cementerio sin tumbas. Y cuando bajaron, no eran los mismos.
Porque el monte Harriet no es sólo una geografía. Es un testigo. Es un lamento. Es un latido de la historia que aún se escucha, si uno se detiene a respirar.
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