“Recuerdo a
nuestros soldados correntinos y chaqueños firmes en sus posiciones, gritando
¡Viva la Patria! y lanzando sapucay, como si el alma misma se alzara a defender
el suelo argentino.” Ernesto Orlando Peluffo, excombatiente en Pradera del Ganso
Después del Cementerio de Darwin, la ruta de la
memoria nos empujó hacia Pradera del Ganso. Fue un paso breve, casi un suspiro,
pero intenso como un trueno que se escucha a lo lejos y golpea en el pecho. El
viento cortaba la tarde, y algo en el aire nos hizo entender, sin que nadie
hablara, que ese sitio aún no ha cerrado del todo sus heridas.
Gastón, Marcos y Gonzalo llegaron con la conciencia
aún aturdida por las cruces blancas de Darwin. En Pradera del Ganso, la
bienvenida fue distante. No hubo hostilidad, pero tampoco calor. Y aunque
sabíamos que los argentinos no siempre son bienvenidos en esta parte de las
islas, nuestro andar fue sereno, respetuoso, casi invisible. Queríamos estar,
simplemente estar.
Allí, hace 42 años, entre el 28 y el 30 de mayo de
1982, tuvo lugar el primer gran combate terrestre de la guerra. El más largo,
el que encendió definitivamente el fuego del conflicto en tierra firme. Darwin
y Pradera del Ganso, separadas por apenas unos kilómetros de campo, fueron el
escenario de una feroz resistencia de soldados argentinos, muchos de ellos muy
jóvenes, venidos del norte del país, de corrientes y del Chaco, que enfrentaron
al ejército británico con coraje y fuego.
Uno de los testigos de aquel infierno fue el
coronel Ernesto Orlando Peluffo. Lo leímos antes de venir, pero el eco de sus
palabras resonaba ahora entre los pastos:
"Recuerdo los '¡Viva la Patria!' y los 'sapucay' de los soldados
correntinos que se envalentonaban y desafiaban el ataque británico sobre
nuestras posiciones…"
Nos costaba imaginar la escena. Desde nuestras miradas de viajeros, el paisaje parecía manso. Pero la tierra, dicen, guarda memoria. Y en Pradera del Ganso, el suelo aún murmura nombres y gritos.
No estuvimos mucho tiempo. Tal vez porque no era
necesario. Tal vez porque sabíamos que el lugar no se deja habitar por largo
rato. Gonzalo, en voz baja, dijo algo que nos clavó a todos:
—Esto no es un museo. Es un campo sagrado.
Nos fuimos sin fotos. Sin recuerdos materiales.
Pero con un silencio nuevo. Uno que no pesa, pero acompaña. Uno que se lleva en
los hombros y en el alma.
Al subir al vehículo, Marcos miró por última vez
hacia atrás.
—Ahora entiendo por qué acá empezó todo —murmuró.
Y nadie respondió. No hacía falta. Pradera del
Ganso había hablado.
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