Llegamos a Darwin un martes al mediodía. El viento golpeaba con fuerza, como en casi todos los rincones de las islas, y el cielo se abría de a ratos entre nubes cargadas. No había turistas, ni carteles, ni señal de celular. Solo la tierra, el viento y las cruces blancas. Las mismas que desde lejos parecen iguales, pero que, al acercarse, muestran nombres, fechas, historias.
Fue Marcos quien nos dijo que habláramos poco.
Que camináramos sin apuro. Que el lugar merecía respeto. Gastón asintió y
caminó hacia la entrada. Gonzalo llevaba una mochila colgada del hombro. Nadie
sabía aún que adentro guardaba la camiseta azul con el número 10 de
Maradona. La del partido contra los ingleses en el Mundial del ’86. Una camiseta
que, para él, simbolizaba más que fútbol.
El Cementerio Militar Argentino de Darwin aloja
los restos de 237 soldados argentinos caídos en la guerra. Está en medio de la
nada, alejado de las ciudades, entre colinas suaves y pastizales. Nos contaron
que fue un granjero local quien cedió el terreno, y que fue un capitán
británico, Geoffrey Cardozo, quien dio sepultura a nuestros soldados con
cuidado y dignidad. La historia sorprende, porque en medio del conflicto hubo
gestos que todavía hoy conmueven.
La mayoría de las tumbas tienen nombre, pero
algunas aún llevan la leyenda “Soldado argentino solo conocido por Dios”. Son
las que duelen distinto. Nos detuvimos frente a una de ellas y el silencio fue
total.
Vinimos también a dejarle un homenaje a Aldo
Omar Ferreyra, combatiente que vivió en nuestro pueblo, Santa
Teresita. Aldo está enterrado acá. No volvió vivo de la guerra. Cuando pasaron los años y empezamos a entender lo que había pasado en Malvinas,
supimos que él era uno de los que había visto el infierno de cerca.
Su historia nos tocó. Por eso decidimos traerla
hasta acá. Gonzalo sacó la camiseta del '86, la desplegó con cuidado y la apoyó
sobre una de las piedras. No era solo un gesto futbolero. Era un puente. Un
símbolo. Una manera de decir: “Estamos acá, no nos olvidamos”.
Darwin no es un lugar turístico. No hay folletos,
ni señaladores. Pero cada cruz es una guía. Cada nombre es una dirección a la
memoria. Leímos los apellidos, algunos repetidos, algunos que quizás estén en
nuestras propias familias, otros que nunca sabremos quiénes fueron.
En una esquina del cementerio hay un cenotafio
con los nombres de los 649 argentinos caídos en la guerra. Fue inaugurado en
2004. En sus placas de acero se lee una historia que no termina. Una historia
que seguimos escribiendo con cada visita, con cada flor que alguien deja, con
cada palabra dicha en voz baja.
Antes de irnos, nos tomamos una foto. No para
mostrarla, sino para tenerla. Para acordarnos que ese día estuvimos ahí. Que
ese día la historia se nos hizo carne.
Volvimos al vehículo en silencio. El viento
seguía soplando con fuerza. Parecía empujarnos, como queriendo decir que ya era
hora de partir. Pero en el fondo sabíamos que algo nuestro se quedaba. Que en
Darwin, junto a esas cruces blancas, dejamos parte de nuestra historia.
Y también trajimos la de otros. Como la de Aldo.
Como la de tantos.
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