lunes, 22 de enero de 2024

Estación Fitzroy: las sombras que arden bajo el viento del sur

 

Por un instante, el viento dejó de soplar en Fitzroy. Fue el 8 de junio de 1982. El silencio duró lo que dura una ráfaga de fuego.


Fitzroy es hoy un rincón callado en el mapa del sur. Pastos duros, mar frío, gaviotas que no cantan. Pero debajo del musgo y la neblina se agazapan los ecos de una guerra mal dicha. Una guerra que no tenía por qué ser, pero fue. Y dejó cenizas, cuerpos, nombres.

Nos recibió Gilberto, el administrativo de la granja. Hombre de pocas palabras y mate compartido. Dijo: "Aquí los galeses todavía lloran en silencio". Después bajó la voz y apuntó con el mentón hacia la costa: “Allí pasó… lo del Sir Galahad”.

El Sir Galahad no era un caballero, aunque llevaba nombre de uno. Era un barco británico que nunca volvió a casa. El 8 de junio, fue alcanzado por bombas argentinas de mil libras, lanzadas por aviones A-4 Skyhawk que surcaron el cielo bajo de Fitzroy como cuchillas de fuego. Las bombas explotaron. El infierno subió por las escaleras metálicas del buque. Murieron 32 soldados de la Guardia Galesa, consumidos por las llamas. En total, más de 50 británicos cayeron aquel día. Otros 150 fueron heridos. 

Pero también hubo héroes del otro lado. Jóvenes argentinos que surcaron el aire sabiendo que no volverían. En el ataque murieron el alférez Jorge Alberto Vázquez (24), el teniente Juan José Arrarás (25) y el teniente Danilo Rubén Bolzán. Pilotos con nombre y apellido, con madres que aún los sueñan y con mochilas que quedaron sin abrir.

Uno de los aviones era comandado por Carlos Cachón, que volvió. Volvió con la mirada empañada y un silencio más pesado que el avión mismo.

Y así, mientras el mundo seguía girando, Fitzroy quedó allí: como cicatriz del Atlántico Sur. El Sir Galahad yace ahora bajo el agua, museo involuntario de una locura. Los galeses lo recuerdan. Nosotros también deberíamos recordarlo como una breve victoria.

Gilberto, luego de una semana, nos despidió con un gesto. Tal vez no quería hablar más. Tal vez no había nada más que decir. Porque en Fitzroy, la historia no se cuenta. Se respira.

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